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La mascota sobre el home

El 17 de septiembre se retira Ariel Pestano en su natal Caibarién

Autor:

Norland Rosendo

La vez que le lanzaron la peor bola de su vida no lo poncharon. Es verdad que lo pusieron en tres y dos. Que se tragó la sonrisa pícara. Que el estadio reventó vitoreándolo, pidiendo que anularan aquel strike malicioso. Desde una celda imperial, Gerardo Hernández supo de la curva-recta-cambio que en un solo envío le hicieron y, abrazándolo sobre el mar, le dijo: «Calma, ¡batearás!».

Como gallo fino, Ariel Pestano le fue para arriba a la historia. Se jugaba su leyenda en un batazo. Había dado unos cuantos, pero le faltaba aquel. Le faltaba uno. Le faltaba, simplemente, el batazo.

Ironías de la pelota. Él había sido (y era aún) un océano detrás del plato. Infinito. Virtuoso. Único. Pero la gloria, que ya no cabía en su mascota, vendría con un swing. Aquella noche del 18 de junio de 2013 en su estadio de Santa Clara (a punto de desplomarse con tanta gente dentro), Pestano buscó el guiño de su madre en el cielo; luego, de soslayo, miró para el banco contrario… y se aferró al madero.

¿Cómo él, que había sido barbero de tantos —incluso de sí mismo y hasta de diputados cuando fue miembro del Parlamento cubano— no iba a «pelar al moñito» aquella bola?

Por su mente pasó el día en que le dijeron, sin mirarle a los ojos (por teléfono): «No vas al tercer Clásico. Te quedas en casa». Esa fue la bola más endemoniada que le habían lanzado jamás. La única que no pudo recibir con su mascota de pulpo. La que lo puso, como bateador, en conteo extremo.

La película de su vida deportiva en el alto rendimiento (22 campañas en series nacionales y desde 1999 hasta 2012 con la selección nacional) siguió rebobinándole a cien imágenes por segundo en lo que el pitcher y el cátcher se ponían de acuerdo. Aquel tubey en 1994 contra Industriales para que Villa Clara fuera campeón por última vez, hacía ya 18 años; aquel ponche frente a la propia novena azul en 2010, que condenó a su equipo a la más insípida plata que haya molido el histórico central azucarero.

Desde los nueve años estaba agachado detrás del home, con tantos arreos como un gladiador romano. Nunca quiso otra base. Integró el equipo Cuba en todas las categorías, un mérito del que pueden jactarse pocos.

El lanzador asintió con la cabeza. Fueron dos movimientos casi imperceptibles. Pestano no podía quedarse en blanco, como los cheques que le pusieron delante varias veces para que desertara. Claro que le hubiera gustado jugar en Grandes Ligas, pero no vendiéndole su mascota (ni su alma enlazada en ella), al diablo.

Desde el montículo, el rival comenzaba el wind-up. El bateador repasó con la vista todas las bases, y en cada una de ellas había alguien gritándole: «Dale, vamos, empújame».

No se atrevió a voltear la mirada. Frenética, la multitud en el estadio —que ya no era el Sandino, sino más de media Cuba— apretaba un bate imaginario. Todos juntos. La conga, insaciable siempre, esa vez paró. Dicen que una ventisca fría, rauda, inusual, cortó en dos la noche.

El pitcher había retozado con la bola entre sus dedos. Aseguró el agarre. No era Lazo, al que Pestano iba y le decía: «Qué pasa, Negrón», y ahí mismo acababa la euforia de los rivales; ni Vera, al que bastaba ponerle una mano muda y elocuente en el hombro.

En su banco, entre tantos rostros difusos, vio a Urquiola y a Anglada, «los dos mejores directores que he tenido». En las gradas no estaba Gerardo, pero sí un hermano suyo, otro Héroe, René. Estaban su esposa y su hijo. Más de media Cuba allí sentada.

Como el genio que fue en su posición, sin que el árbitro lo notara, solo por el ruido de los spikes, por la sombra, por el murmullo de la mascota, por esa intuición que no interesa explicarse, retrató a su homólogo agachado detrás de él. Desnudó sus intenciones.

Pestano, que había nacido el 31 de enero de 1974, exactamente 20 años después que uno de sus maestros, don Juan Castro; que dominaba, como Juan, todas las mañas del oficio; que sabía por dónde vendría la bola desde antes de ser lanzada; que de tantos años de rastreador de estadios adivinaba si los corredores iban a lanzarse al robo, tenía, con la ventaja que le dio el talento, medio batazo en la mano. Pero faltaba la otra mitad.

Ariel Pestano cerró los ojos (borró toda la cinta de su mente. En el mundo hubo un juego de pelota nuclear y apenas quedaron ese pitcher y él) y, cuando los abrió, ya la bola venía en camino, así que solo tuvo tiempo para hacer un swing: el swing. Gozó a los dioses halándola, a la gente soplándola. Después, vio un terremoto naranja sacudiendo las gradas. Vio a más de media Cuba saltar. La vida cabía en esos tres minutos. Se abrazó a su esposa y a su hijo.

Era el batazo. El que le faltaba. En el conteo más difícil de su carrera, ante tantos que rezaron para que se ponchara, Ariel Pestano conectó un Grand Slam de oro. De gloria.

Ahora, con 42 años, aún en forma, capaz de calzar los arreos que aseguran al Villa Clara o al Cuba, se quita la mascota. La coloca, junto al bate, sobre el home. Esta vez defiende el quieto. Simplemente dice adiós.

Lo preparé para los Clásicos, la Olimpiada de Beijing 2008 y los Juegos Panamericanos de Río de Janeiro 2007. Él me escogió de espejo y eso fue una gran satisfacción para mí. Sobresalía por la forma de moverse detrás del home; muy inteligente al pedir la secuencia de lanzamientos. (Juan Castro, uno de los mejores receptores de Cuba en todos los tiempos).

Lo considero un maestro en nuestra posición. Un ídolo. Un ejemplo a seguir. Me ayudó mucho cuando yo era joven y empezaba en los torneos nacionales y también cuando hice el equipo Cuba. Es un hermano para mí. (Yulexis la Rosa, heredero de Pestano en la titularidad del Villa Clara y calificado como el más defensivo actualmente en Cuba).

Tenía todas las herramientas para jugar en Grandes Ligas. Me impresionó mucho llevando el juego. Buena persona, lo respeto muchísimo. Nos conocimos en los Clásicos Mundiales y hablamos de béisbol. Es un caballero. (Iván Rodríguez, para la mayoría, el mejor cátcher que ha pasado por las Grandes Ligas, 13 guantes de oro).

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