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Elio, un golpe al mentón tu despedida

Lo tenía sentado justo enfrente, a medio metro, todo un Elio Menéndez narrando pasajes de su vida, contando fábulas que él nunca consideró relevantes

Autor:

EDUARDO GRENIER

La candidez que desprendía su discurso fue entonces remedio para el nerviosismo que machacaba mis intenciones de establecer un diálogo. Lo tenía sentado justo enfrente, a medio metro, todo un Elio Menéndez narrando pasajes de su vida, contando fábulas que él nunca consideró relevantes, leyendo la cartilla de una vida novelesca como quien recita nimiedades. Yo, con la inoportuna timidez del principiante, oía sin escuchar, navegaba en las historias como barco a la deriva. Todavía no me perdono la inexperiencia.

«Elio, vengo a hacerte una entrevista de personalidad», le dije y la voz me temblaba. Observaba a un señor mayor, pelo y bigote níveos, hablar raudo y ojos pequeñísimos bajo el grueso cristal de los espejuelos; ojos que estropearon a veces su decisión de callar. Ojos pequeñísimos que gritaban verdades. Con 87 años, su lucidez confundía. 87 años y oratoria de joven maduro. Vehemente. Soñador. Irreverente. Yo miraba de mi hombro hacia arriba, como miraría —sin hipérboles— un mortal a los dioses venidos de algún lugar divino. «¿Entrevista de personalidad? ¿Y dónde está la personalidad aquí, porque yo no veo ninguna?», contestó y su ocurrente riposta pulverizó de cuajo cualquier barrera.

Luego sucederían nuevos encuentros y cada charla transformó a Elio, más que en el enigmático ídolo inicial, en un abuelo que abría su vida como se abre un libro en una página al azar, para contar deliciosamente —y casi cantar, tanguero como era,— lecciones de Periodismo, de deporte, de familia. Para educar, sin quererlo, con todas sus manías de hombre bueno. Por desgracia no nos vimos mucho. Sin demasiado tiempo para beber de su fuente, acudí, en busca de testimonios para el libro que casi termino sobre su trayectoria, a los amigos y colegas, a tanta gente que le conocía y a tanta gente que le quería, que a fin de cuentas, hoy lo puedo decir, es exactamente lo mismo.

Así descubrí, meses y kilómetros después, al niño que cazaba guajacones en las zanjas de un barrio pobre de La Habana, su queridísimo Juanelo de la infancia, al noble adolescente que empujaba carretillas de aguacates y viandas para sostener a una familia envuelta en la carestía, al amigo de Bobby Salamanca que disputaba pelotas en las afueras de los estadios para pedir a cambio entradas al graderío, al vecino de Naborí, al fiel admirador de Eladio Secades, al incondicional adepto de Gardel y Campoamor, obseso aficionado de los carteles de boxeo y los partidos dominicales de béisbol callejero.  

Elio Menéndez fue un tipo nostálgico. Podría decirse que amaba el pasado. Desgarraba el recuento de sus andanzas, de glorias, disgustos, desvaríos y tropelías. Escucharle era caminar sobre la tierra sin zapatos, sintiendo en la planta de los pies los suelos rugosos, las piedras incrustadas en los callos, los huesos enhiestos de tensión, la vida en retrospección, como si los sentimientos pudieran construir una máquina del tiempo. Las arrugas del viejo melancólico desnudaban con prosa al aventurero que anduvo Nueva York indocumentado en los años 50 del siglo anterior, al hombre sentimental que confundió en sus pómulos, a los pies del Madison Square Garden—donde tiempo después vibraría con los puñetazos de Stevenson, dos lágrimas con dos gotas de sudor.

Elio, más que gente, ha sido un fenómeno: el de un periodista autodidacta que creció «a puro jab», con el traje de overol endilgado sobre la coraza de orfebre de las letras. En el ring de la prensa pegó puñetazos contundentes y convirtió la crónica en su golpe mortífero, capaz de noquear con pasión a los lectores más rigurosos. Transformó al atleta en ser humano. Censuró estadísticas y agregó sinsabores y euforias. Quitó hielo y puso sazón en un terreno huérfano de poesía.

Horrible pelotero, improbable boxeador, incapaz siquiera de ¡manejar una bicicleta!, radiografió estas tres disciplinas con ingenio, como solo puede hacer un enamorado del interior de las cosas. Encaramó en el escalón más alto al último rutero en llegar a la meta, a la par del campeón, porque en la insistencia está también el honor, desnudó las pieles magulladas de los ciclistas que besaban con furia el asfalto, multiplicó con gracejo el instinto artístico de los peloteros, mejores en tanto más bizarros, bajó del ring a los púgiles machacados por los vaivenes de la vida. Y se trepó él a estos escenarios, para sufrir con ellos, para gozar los éxitos y llorar los fracasos. Para sentir en sus huesos las sensaciones, y escribirlas así, tal y como son.

Engrandeció la leyenda de muchos sin sospechar que también construía la suya. Ocultó su rostro, opacó su brillo. El Premio Nacional de Periodismo José Martí lo recibió, me confesaría hace poco tiempo, para no parecer un ingrato: «¿Tú quieres que yo te diga la verdad, chico? Mi familia se va a molestar, porque me cuidan mucho. Creo que hay quien lo merece antes que yo, mi obra no lo amerita. No quiero que me tomen por malagradecido, pero lo considero más un gesto que pudo estar influenciado por la simpatía y otras cuestiones. Yo no soy merecedor del premio, de verdad que no, un hombre que lo único que hacía era crónica deportiva, habiendo en este país gente tan completa».

Caramba, Elio. Ahí te equivocaste. Un señor de tu prosapia periodística, que llegó a la redacción con ropa y pensamiento de calle, que no solo tocó a la gente de abajo y el tufo pedestre del día a día sin un duro en el bolsillo, sino que luego les fue fiel y supo dibujar un espejo entre las letras de una página de periódico, no puede quedar relegado a ningún sitio irrelevante. Eso no, Elio.

Nada sienta tan bien en la frente del vencedor como una corona de modestia, dijo Juan Donoso Cortés para que en La Habana, tantísimos almanaques después, esta frase cobrara sentido. Convencer a Elio Menéndez de sus logros sería, acaso, una encomienda tan colosal como esquivar un golpe de su amigo Teófilo Stevenson, como ponchar a su dilecto vecino Pedro Medina o corromper el código de honor de su siempre recordado ciclista Pipián Martínez.

Elio en una entrevista a Pilo Nogueira en la meta de El Prado, al término de la segunda vuelta ciclística a Cuba. Foto: Archivo de JR

Caramba, Elio, ¿ahora quién va a llevar a los chiquillos del barrio a los pitenes de pelota en la Ciudad Deportiva? ¿A quién le va a recoger el insigne cronista, tu alumno aventajado, los papeles escritos del cesto que desechabas, con tus ideas desnudas y sin maquillaje? ¿Quién va a recordar a los relegados al olvido y calcar sus hazañas y sus miserias? ¿Quién recibirá a la gente en tu casa de Churruca con los chistes y las jergas de cubano jodedor? ¿Quién hablará ahora al mundo de los encantos escondidos en las entrañas de Juanelo?

Escuece, Elio, perder ahora, precisamente ahora, a un hombre decente, de conciencia límpida, auténtico, de los que no se rajan en estos tiempos difíciles. Duele, Menéndez, porque le haces más falta que nunca al Periodismo, porque ya nadie quiere hacer llorar con crónicas y porque pocos te escucharon cuando dijiste que se teclea con las manos, pero se escribe con el alma. Es duro, García, que tanta sustancia se vaya contigo. Elio Menéndez García, ahora somos muchos los que confundimos el sudor de nuestros pómulos con lágrimas por ti.   Pero en el fondo, hasta tu partida tiene poesía. Hasta eso, amigo, colega, padre, abuelo. Allá arriba, o donde quiera que estés, Stevenson, Pipián y Salamanca estarán felices de verte, te regalarán nuevas hazañas sobre encerados y carreteras, contarán desde los micrófonos de la eternidad tus historias, surcarán por los senderos de tu obra y quedarás otra vez sonrojado. Porque no lo dudes, Elio, en esta vida y en todas las demás, cualquiera estaría honrado de contar con tu presencia.

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