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Rita

Yo no había cumplido aún los diez años de edad, pero recuerdo detalles de la muerte de Rita Montaner, el 17 de abril de 1958. Una ola de dolor recorrió el país de extremo a extremo y todos los canales de la televisión nacional, incluido el espacio de Gaspar Pumarejo, a quien Goar Mestre, por viejas rencillas, quiso excluir del duelo, suspendieron sus programaciones habituales para rendir tributo a la artista todavía insepulta. El deceso se vio precedido de las noticias acerca de su enfermedad y la intervención quirúrgica a la que la sometieron para prolongarle la vida, y por aquella dramática colecta con la que, bajo el lema de «Un centavo para Rita», quiso el pueblo cubano sufragarle el tratamiento médico. En el Hospital Curie, actual Instituto de Oncología, y con el pañuelo de cáncer ya en el cuello, la revista Bohemia le había hecho un reportaje gráfico y ella, herida de muerte, intentó sonreír para aquellas fotos. Todo había transcurrido demasiado rápido. Apenas tenía 58 años. Poco antes, quedó sin voz durante una representación teatral y gracias a los remedios que le aplicaron sus compañeros pudo volver a escena y concluir la puesta. Cosas de la vida... Treinta años antes, a fines de los 20, en el Palace, de París, tocó a Rita suplir a Raquel Meller, aquejada de una rara e inesperada afonía. Nació con un lunar en la frente como un designio que nadie, en su momento, se atrevió a descifrar. Y a lo largo de su vida, dice Miguel Barnet, un diablito de candela rondó siempre a su espalda. Un diablito que terminaría por jugarle una mala pasada.

En opinión del compositor Ernesto Lecuona, Rita Montaner fue «el arte en forma de mujer»; sus cualidades vocales eran excepcionales y fue además una pianista de línea. Concluía el autor de Siboney: «Anunciarla era tener el teatro lleno por anticipado». El poeta Nicolás Guillén la vio como una pequeña y gran mujer, cuya piel dorada era símbolo de las dos razas que crepitaban en su corazón y le salían a los labios en un mismo hálito de fuego. Para Alejo Carpentier, que siguió sus éxitos en París, Rita creó un estilo. «Nos grita, a voz abierta, con un formidable sentido del ritmo, canciones arrabaleras, escritas por un Simons o un Grenet, que saben, según los casos, a patio de solar, batey de ingenio, puesto de chinos, fiesta ñáñiga y pirulí premiado... ¡Cuando se ven las cosas desde el extranjero, se comprende más que nunca el valor de ese tesoro popular!». Barnet es definitivo en su valoración. «Como la ola trabaja en el arrecife, así Rita pule la expresión nacional, con una gesticulación propia y una forma de cantar». Recuerda Barnet a Lezama Lima cuando advertía dos corrientes de riqueza en el caudal del saber cubano: una, en la poesía de la sacralidad que culmina en Martí, y la otra en la sabiduría del taita, el esclavo negro llegado a la ancianidad. «Esa irradiación, ese instante de luz, tiene un poderoso destello en el arte interpretativo, agrega Barnet. Y ese es el que alcanzó con sus gajos de yerbas y sus enaguas bordadas Rita Montaner».

La única

En lo que hoy puede considerarse el primer gran boom internacional de la música popular cubana, tuvo ella un papel destacadísimo, como lo tuvieron, entre otros, los compositores Moisés Simons y Eliseo Grenet y el malogrado cantante Fernando Collazo. Impusieron el son en Montmartre y en el Barrio Latino, de París, y abrieron las puertas a la rumba y al jazz cubano, y, por tanto, los universalizaron. «No puede negarse la influencia decisiva que tuvo, el año pasado, la actuación de Rita Montaner en esta invasión de aires tropicales. Rita Montaner en los dominios de lo afrocubano resulta insuperable», escribía Carpentier en una crónica fechada en París, en 1929. Mamá Inés, interpretado por la cubana, estallaba cada noche en los feudos de Raquel Meller con una elocuencia que convencía a los más tibios.

Precisaba el autor de El siglo de las luces: «El público pide Mamá Inés, y los ingleses y franceses lo bailan o hacen esfuerzos por bailarlo. La movilidad y el dinamismo de esa música vencen todos los escrúpulos. Muchachas oxigenadas, que nunca salieron de París, cobran ínfulas tropicales y exigen el bis a gritos. Los archiduques rusos pierden sus monóculos. Los yankys gritan «¡Oh, wonderful!». Las pálidas hijas de Albión olvidan por un instante sus poses prerrafaelistas al enterarse del sortilegio sonoro que viene de las Antillas... Nuestras batas gráciles suben al escenario del music hall. Los franceses empiezan a tener una vaga noción de nuestra situación geográfica, y se enteran de que La Habana produce algo más que falsos [tabacos] Coronas a dos francos».

Rita fue única. Tanto en París como en Nueva York, en México o en Buenos Aires, puso muy alto «el corazón prieto y apretado de la Isla». Le llamaron Rita de Cuba y ya en 1942 hacía rato que era conocida por el calificativo de La Única. Rita de Cuba, Rita la Única... «No hay tan adecuado modo de llamarla, si ello se quiere hacer con justicia, escribía Nicolás Guillén. De Cuba, porque su arte expresa hasta el hondón humano lo verdaderamente nuestro. La Única, pues solo ella, y nadie más, ha hecho del «solar» habanero, de la calle cubana, una categoría universal».

En sus actuaciones buscaba la naturalidad hasta encontrar la naturalidad misma. Su espontaneidad era fruto de un largo y paciente trabajo. Para cantar El manisero, uno de sus grandes éxitos, hizo un boceto a mano, estudió las inflexiones de la voz, dónde la voz debía ser suave y dónde rajada, y buscó en qué parte el vendedor quería enamorar a la caserita y en cuál vender realmente su mercancía. Era genuina porque lo genuino le venía de raíz.

Sus admiradores recuerdan una noche de Rita en el Auditórium. En un palco cercano al escenario ocupan asientos el cardenal Manuel Arteaga y el Nuncio Apostólico en Cuba. El presentador anuncia el nombre de la artista y el lunetario cobra vida cuando la orquesta acomete los compases iniciales de El manisero. Sale ella de pronto. «Maniiií, maniiií, caserita no te acuestes a dormir...» y enfila hacia el palco de monseñor Arteaga, agita el cucurucho ante su cara y se lo pone casi en la boca. El purpurado aprieta los labios, se sonroja; el Nuncio lo mira y ambos se toman de las manos. Rita sigue agitando el cucurucho, ahora ante el rostro del representante del Papa. Les vuelve la espalda y, en cuclillas, mueve su generosa anatomía. La ovación es indescriptible. Los dos prelados también aplauden.

Aquella artista que con su simpatía sabía meterse al público en el bolsillo, era sin embargo una mujer triste y solitaria. «Ser su amigo era una prueba de fuego en la amistad», afirma alguien que gozó de su cercanía. Acogió en su casa a Roderico Neyra, el célebre Rodney, cuando le diagnosticaron la lepra, y fue capaz de deshacerse de sus dormilonas de brillantes para sacar del apuro al empresario del teatro Martí, amenazado por los músicos con dejarle la función a medias si no les pagaba.

Supo ser dúctil y respetuosa en la escena. Pero entre la gente de la farándula, Rita, deslenguada y mal geniosa, era tan admirada como temida. De su agresividad e ironía no se libraban siquiera aquellos que pasaban como sus amigos. En un mundo signado por una competencia atroz, defendió su lugar con uñas y dientes y fue implacable con los cronistas que le hacían críticas adversas; salía a discutirlos y los cubría con los peores epítetos. «Era tremenda cuando la acorralaban, saltaba a la yugular», recordaba Félix B. Caignet, el autor de Frutas del Caney, Carabalí y Te odio, de las que Rita hizo verdaderas creaciones.

Mejor que me calle

Rita Aurelia Montaner Facenda nace en Guanabacoa, en 1900. Su padre es un médico distinguido de la villa, un caballero bien plantado y extremadamente amable, y la madre, una mulata bellísima. Conforman una familia acomodada, pero no rica. La niña estudiará piano. Matricularía en el Conservatorio Peyrellade, en la Calzada de Reina número 3, y más tarde hará estudios de canto con el maestro Pablo Morales. Evidencia una facilidad extraordinaria para la música, su técnica es inmejorable, puede leer a vuelo de pájaro una pieza musical e interpretarla al piano en primera lectura. Tiene además una voz agradable y bien timbrada. Canta a capella y no requiere de entonación previa para hacerlo. Le gusta mucho cantar y cuando lo hace quiere que el salón íntimo y familiar de su casa se convierta como por arte de magia en un gran escenario.

Aquellos intentos iniciales son íntegramente operáticos; el conservatorio impone las arias de locura, los duettos de amor, las marchas triunfales, afirma Miguel Barnet. Prosigue el autor de Oficio de Ángel: «Pero Guanabacoa es un rico arsenal de música cubana. Sus oídos aguzados perciben algo de ese rumor. Su sensibilidad se impregna de estas melodías que para una familia de clase media están vedadas, al menos en apariencia. Pero ella solo necesita un golpe mínimo del tambor para que su sangre recupere de inmediato la sustancia buscada, la claridad perdida». Solo que un ligero escozor en la garganta le dificulta entonar los pregones callejeros, que serán el más rico tesoro de su repertorio futuro. Rita no se amilana. Alivia la irritación con los trocitos de hielo que va sacando de un vaso de cristal. Más tarde sustituye el vaso por un ánfora de plata, pero el escozor seguirá siendo el mismo. Quizá peor.

El 10 de octubre de 1922 marca un hito en nuestra historia. Se inaugura ese día la radio en Cuba. A las cuatro de la tarde, las notas del Himno Nacional, interpretado por la orquesta de Luis Casas Romero, dan paso al discurso de Alfredo Zayas, presidente de la República. Sigue un solo de violín y enseguida Rita interpreta Rosas y violetas, de José Mauri y Presentimiento, de Eduardo Sánchez de Fuentes. Es la señora Rita Montaner de Fernández, pues cinco años antes, con 17, la artista contrajo matrimonio con el abogado Alberto Fernández Macías, que insistirá en acompañarla a todos sus conciertos, así como antes el padre la llevó de la mano al conservatorio. Vendrían después otros matrimonios. Relaciones maritales atribuidas o reales. Como la del músico Xavier Cugat, con quien se presentó en Broadway. Afirma Cugat en sus memorias que se enamoró de Rita cuando ambos hacían estudios en el Conservatorio Peyrellade y que contrajeron matrimonio en México. Nadie lo cree, pero Carlos Palma, el abogado farandulero de la revista Show, afirmaba haber visto el certificado de la boda.

En París, Josephine Baker se cambiaba de ropa entre bastidores para no perderse la actuación de la cubana. Rita cantará con Al Jolson y alternará con María Luisa Landín, Libertad Lamarque, Pedro Vargas... Se mueve en lo lírico y en lo popular. Se hará aplaudir en el cine. Muy gustado fue en la radio su personaje de Lengualisa que, con sus bromas picantes, metía el dedo en la llaga de la realidad nacional para concluir con un invariable «mejor que me calle, que no diga nada» que sin embargo lo decía todo. La televisión la tuvo como una de sus figuras principales. Fue una artista, y ahí también está su grandeza, que no decayó. Murió en plena ascensión, como lo acreditan sus últimas actuaciones, como aquella madame Flora de La médium, de Menotti, que electrizó a los que la vieron y que evidenció que mucho podía aún esperarse de ella si la muerte no se hubiera cruzado en su camino.

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