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Todo el mundo baila

Se dice que La Habana es la ciudad más bailadora del mundo. Los que han estudiado el asunto no vacilan en afirmar que se baila aquí más que en Nueva York y París. Cualquier espacio, por reducido que sea, resulta válido para ello y no sorprende a estas alturas el espectáculo que regalan los más jóvenes cuando en la parada del ómnibus o a la entrada de la escuela se contonean solos al ritmo de la música que llevan acoplada a los oídos.

Parece que siempre fue más o menos así si damos crédito al testimonio de Nicolás Tanco y Armero, un colombiano que organizó el tráfico de culíes o peones chinos a Cuba y se enriqueció en el empeño. Estuvo aquí a mediados del siglo XIX, y en sus memorias deja constancia del asunto, como si el baile formase parte del paisaje habanero. Camina Tanco por la ciudad y advierte y anota en su libro: «La pasión dominante es el baile; todo el mundo baila en La Habana sin reparar en edad, clase o condición... Las mismas danzas se bailan en el palacio que en el bohío... Todo el día se oyen tocar las danzas, ya en las casas particulares, ya por los órganos que andan por las calles, a cuyo sonido suelen bailar los paseantes. Muchas veces he pasado, a mediodía, por una de aquellas casas que dan al Circo; la música ha herido mis oídos».

¿Dónde está la Ma’Teodora?

La primera orquesta con que contó La Habana se conformó a finales del siglo XVI. Poco antes, en 1582, una Relación de vecinos de La Habana y Guanabacoa no consignaba a ningún residente en esas localidades que tuviese la profesión de músico. Sin embargo, ya en Santiago de Cuba existía en esa fecha una pequeña agrupación que tocaba tanto en las fiestas como en las iglesias. La integraban dos tocadores de pífano; un sevillano, tocador de violón, llamado Pascual de Ochoa, y dos negras libres dominicanas, oriundas de Santiago de los Caballeros, las hermanas Micaela y Teodora Ginés, aquella de «¿Dónde está la Ma’Teodora? / Rajando la leña está / ¿Con su palo y su bandola? / Rajando la leña está / ¿Dónde está que no la veo? / Rajando la leña está / Rajando la leña está...».

Pero dos de aquellos músicos (¡qué actual nos parece el pasado!) se desgajaron del conjunto a fin de buscar vida en La Habana, que desde 1553 era la residencia oficial del Gobierno de la colonia y contaba con líneas marítimas que la conectaban con las ciudades de Veracruz y Cartagena, transformándola en «llave del Nuevo Mundo». Así, Pascual de Ochoa y Micaela Ginés se unieron aquí con el malagueño Pedro Almanza (violín) y el lisboeta Jácome Viceira (clarinete) para formar un cuarteto que en sus presentaciones contaba con el acompañamiento espontáneo de gente que «rascaba el calabazo y tañía las castañuelas».

Ese conjunto gozó de gran popularidad; era el único. Se les reclamaba en bailes y diversiones y concurrían asimismo a la parroquia en ocasión de fiestas solemnes como las de San Cristóbal y el Corpus Christi. Eran tantos sus compromisos que, para asegurar su presencia, se dice en una crónica de la época, «es preciso pujarles la paga, y además de ella, que es exorbitante, llevarles cabalgaduras, darles ración de vino y hacerles, a cada uno, y también a sus familiares (además de lo que comen y beben en la función) un plato de cuanto se pone en la mesa, el cual se llevan a sus casas». No obstante, esos músicos pidieron al Cabildo de La Habana, en 1597, un salario que los ayudara a sustentarse. Accedieron los regidores a la solicitud y les asignaron cien ducados anuales; 25 por cabeza. Se desconoce ya si el pedido obedeció a que su situación económica no era tan halagüeña como se dice en la crónica o si Micaela Ginés y sus compañeros buscaron cómo redondear sus entradas.

Cincuenta bailes diarios

En 1798, apunta el cronista Buenaventura Pascual Ferrer, el baile, como diversión más apetecida, lindaba casi con la locura. No me-nos de cincuenta bailes diarios tienen lugar en La Habana de entonces. Comenta: «No se necesita ser convidado ni aun tener conocimiento alguno en la casa... basta presentarse decentemente para bailar».

Hay en esa fecha, en la Plaza Mayor, una sociedad donde se baila por suscripción. Asisten las familias más distinguidas y hay en ella salones destinados al descanso y al juego. La gente principal contrata para sus fiestas a buenos músicos y danza a la francesa. Los que no pueden darse ese lujo, lo hacen al son de una o dos guitarras y un calabazo hueco con hendiduras. Precisa el cronista: «Cantan y bailan unas tonadas alegres y bulliciosas, inventadas por ellos mismos, con ligereza y gracia increíbles. La clase de las mulatas es la que más se distingue en estas danzas».

El 28 de febrero de 1838 se inaugura el teatro Tacón con un gran baile de máscaras en el que participan, se dice, unas siete mil personas. Casi diez años después, a su paso por La Habana, escribía el vizconde D’Harponville: «El año entero es un solo baile y la Isla un solo salón. Cuando no se baila en las sociedades líricas, en los casinos o en los pueblos de temporada, se baila en la propia casa de familia, muchas veces sin piano ni violines y con solo el compás de la voz de los bailadores».

En los carnavales, el baile cobra tintes de arrebato. Samuel Hazard, el autor del libro Cuba a pluma y lápiz acude, en los meses anteriores al inicio de la guerra del 68, a un baile de carnaval en el Liceo Artístico y Literario de Matanzas. Al filo de la medianoche sale a la plaza a fin de tomar un poco de aire fresco. El espectáculo lo deslumbra. Hay tal profusión de luces, recuerda Hazard, que parece que se está en pleno día. Y también música y baile por doquier, canto, júbilo, diabluras. Gente de todas las edades, sexos y colores, mezclada en una confusión inextricable, que se divierte al aire libre.

Ahí no acaba la fiesta, sin embargo. Alguien invita a Hazard al baile de máscaras que está a punto de comenzar. Acepta el viajero la convidada y aprecia en el salón a blancos y negros, ansiosos de baile y ruido, que ejecutan todas las figuras de la danza criolla, muchas de las cuales, escribe, «son completamente desconocidas para la mujeres decentes». Ya en 1776 la danza conocida como chuchumbé, llevada de La Habana al puerto mexicano de Veracruz, había sido prohibida por el tribunal de la Santa Inquisición «por la indecencia de sus formas y coplas».

Cualquier pretexto parece apropiado para convocar un baile: un nacimiento, un bautizo, un matrimonio... y como locación se asalta sencillamente una casa de familia que, prevenida de antemano, acepta de ordinario el compromiso, más por halagar su propia vanidad que por compartir el regocijo ajeno. Se baila en los barracones de esclavos y en las sociedades de negros y mulatos. Y los campesinos llenan sus ocios con zapateos, puntos y rumbitas. La Independencia da pie al baile patriótico, y son pocos los mítines políticos que no se cierran —guayo, clarinete y timbales por medio— con un guateque.

Compositores y cantantes populares —negros y blancos— matizan sus creaciones con el dicharacho expresivo que recorre las calles. El choteo y el tono picaresco entran en la guaracha y en la música que se escribe para ciertos géneros teatrales. En 1801, el ya aludido Buenaventura Pascual Ferrer se queja de que tanto en la calle como en casas particulares se entonen cantares que «ultrajan la inocencia y ofenden la moral». Menciona, entre otros, la guaracha titulada Guabina, que «en boca de los que la cantan sabe a cuantas cosas puercas, indecentes y majaderas se puedan pensar». Muchos años después, a partir de 1879, se diría lo mismo del danzón, nacido en la ciudad de Matanzas y que se elevó a la categoría de baile nacional. De «licencioso y disoluto» se califica el nuevo ritmo. Una música «alborotosa y lasciva» en la que los timbales fingen redobles de deseo, el guayo exacerba la lujuria y el clarinete y el cornetín parecen imitar las ansias, las súplicas y el esfuerzo del que se enfrasca ardorosamente en la posesión amorosa. Más acá en el tiempo sucederá lo mismo con el bolero, tildado en sus orígenes de «prostibulario».

El coche musical

La música había tenido la prerrogativa de mezclar a negros y blancos. El final del siglo XIX va a caracterizarse por una nacionalidad cubana bien definida. Pero, advierte María Teresa Linares, todo lo nacional molestaba a las autoridades de la Colonia, y lo africano también. Los negros, que desde tiempos inmemoriales salían a la calle con sus cabildos y toques de tambor en ocasión del día de Reyes (6 de enero), fueron privados de esa diversión a partir de 1884 y se prohibían bailes y fandangos sin el permiso correspondiente del gobierno, medida que, en las ciudades, afectaba por igual a negros y blancos, mientras que en los campos la guardia civil perseguía tanto los juegos de monte y las peleas de gallo de manigua como las charanguitas de acordeón, timbal y güiro, aunque había música en las bodegas y guateques autorizados.

Algunas de esas medidas pasan a la República, como la que prohíbe en los carnavales «el toque de tambores y otros instrumentos de origen africano y frases indecentes que los acompañan». Y en cierto momento se suspenden hasta los carnavales mismos. Fiestas esas en las que, a lo largo de las primeras décadas del siglo pasado, sobresalen las orquestas de Raymundo Valenzuela, que inspiraran a José Lezama Lima su poema El coche musical, sencillamente antológico.

«La Habana de los años veinte fue, como pocas veces antes o después, escenario de una vida artística y cultural que la convirtió en polo de atracción al que acudían artistas de todo el país y extranjeros, y estos últimos tenían La Habana como primera escala obligada para hacer la América», escribe Leonardo Acosta. Añade: «Salvo algunos cambios esta Habana permaneció casi la misma durante las dos décadas siguientes».

El foco de la vida nocturna habanera se hallaba entonces, en lo esencial, en lo que hoy conocemos como Centro Habana, con una extensión hacia la parte más antigua de la ciudad. La era del automóvil hizo que los cabarets más lujosos, como Montmartre, se ubicaran fuera de ese sitio y aun en lugares apartados, como son los casos del Casino Nacional y el Jockey Club, el Summer Casino y el Sans Souci. Aseguraban un tercer foco los cabarets populares de la Playa de Marianao.

¿Dónde se bailaba entonces? El baile siguió siendo una forma de esparcimiento muy arraigada. Y continuó teniendo por escenario el reducido espacio de casas particulares y patios de cuartería y también grandes áreas abiertas como las de los terrenos de las cervecerías La Polar y La Tropical, santuario nacional de los bailadores.

Se bailaba en sociedades de recreo, gremiales y de profesionales. Y en los centros regionales españoles (Centro Gallego, Centro Asturiano) y, entre otras instituciones, también la Asociación de Dependientes del Comercio de La Habana, en Prado y Trocadero, programaba fiestas periódicas para sus asociados, a las que podía accederse por invitación o mediante el pago de la entrada. Hebreos, árabes y chinos tenían asimismo sus sociedades, al igual que los norteamericanos el American Club, en Prado y Virtudes, y la Community House, en la actual Casa de la Música, de Miramar. Y los ingleses, la suya, en la carretera de Vento.

Podía bailarse además, mediante el pago de la entrada, en salones como Sport Antillano, en Zanja y Belascoaín; La Galatea, frente al parque de Albear; Encanto, en Zanja y Gervasio; La Fantástica, solo para negros, en Galiano y Barcelona, y en el salón de Prado y Neptuno, en los altos de la cafetería Miami, donde nació el chachachá.

Las llamadas sociedades «de color» agrupaban, por lo general, a negros y mulatos, y dentro de ellas los asociados se diferenciaban por sus ingresos económicos y su posición social.

¿Y las academias de baile? Venían desde la Colonia y a veces se vinculaban a la prostitución. El cliente, antes de entrar, compraba en la puerta varios boletos o papeletas que iría consumiendo a uno por cada baile. Dentro de la academia aguardaban las muchachas. El hombre elegía a su compañera de baile y le entregaba la papeleta antes de salir a la pista. Al final de la noche, la muchacha presentaba en la caja esas papeletas y cobraba en consecuencia.

Muy famosa fue la academia de Marte y Belona, en Monte y Amistad. Y también Habana Sport, en Galiano y San José, y Rialto, en Neptuno entre Prado y Consulado. De ellas y de otras cosas hablaremos la próxima semana.

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