Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La ciudad bajo el terror (II y final)

Don Domingo Dulce Garay está en la Isla por segunda ocasión. En su primer mandato (1862-1866) agradó a los reformistas cubanos que le tributarían una despedida apoteósica, pero no al elemento español más recalcitrante. Ahora, en su vuelta a la capitanía general de la Isla (enero-junio, 1869), desagrada a cubanos y españoles, los voluntarios terminan poniéndolo en tres y dos y lo obligan a la postre a renunciar. Los hechos vandálicos que originan, sobre todo en las jornadas del 22 y el 24 de enero de 1869, hacen que sople un huracán de sangre sobre La Habana.

José Martí, con 16 años de edad, vivió esos sucesos. El 22, la noche del asalto al teatro Villanueva, acompañaba a su maestro Manuel Mendive en su residencia de Prado y Ánimas, donde radicaba asimismo el colegio que dirigía el poeta, cuando se escucharon disparos y el aire se cargó de vociferaciones, olor a pólvora y rumor de galopes y carruajes. Los voluntarios se extienden por la ciudad. Disparan contra los coches que pasan y dispersan con sablazos a los grupos de curiosos. Saben que la casa de Mendive, cerca del teatro, es una incubadora de «bijiritas», y empiezan a concentrarse frente al portón.

Maestro y discípulo los observan por las persianas mientras que la familia llora y reza en el patio. Se marchan al fin, pero de cuando en cuando una bala perdida da en la puerta maciza. Sobreviene el silencio. De repente se escuchan cuatro rápidos aldabonazos. Es Martí quien abre la puerta y cae en los brazos de su madre. Dirá más tarde en uno de sus Versos sencillos: «Y después que nos besamos / como dos locos, me dijo: / Vamos pronto, vamos, hijo / la niña está sola, ¡vamos!».

Veremos ahora detalles de aquellas sangrientas jornadas tal como los relataron prestigiosos historiadores.

Villanueva, 22 de enero

Lo ocurrido en la noche del 21 de enero de 1869 en el teatro Villanueva, en La Habana, armó de cólera a la soldadesca dominante. Necesitaba esta un pretexto para desatar su ira contra los naturales del país y lo hallaron en las funciones ofrecidas por los caricatos o bufos habaneros a beneficio de «unos insolventes, que no eran sino Céspedes y los suyos».

La noticia de que los actores, de acuerdo con los laborantes, se habían salido de los límites del programa, entonando canciones hirientes para el sentimiento de los leales a España, corrió con celeridad eléctrica. Al día siguiente, aumentadas y desfiguradas las versiones de lo acaecido, las cosas tomaron carácter grave. Se aseguraba que a las exclamaciones proferidas durante la representación teatral había seguido la actitud de los concurrentes al salir del coliseo, muy envalentonados, y ya citados para que 20 horas más tarde se repitiese el espectáculo.

Los intransigentes solo aguardaban, después de los aspavientos con que comentaban lo acontecido el 21 de enero, una oportunidad más o menos propicia para dar rienda suelta a sus odios. La función de la noche del 22 de enero de 1869 en el Villanueva les deparó la coyuntura deseada. Bastó que comenzaran a llegar al teatro las damas habaneras para que corriese por los alrededores del edificio el rumor de que se presentaban las cubanas con el pelo suelto y trajeadas de azul y blanco, en tanto lucían en el teatro banderas estrelladas, y que «aquellas hijas del país eran recibidas con calurosos aplausos por sus jóvenes paisanos que las esperaban».

La primera parte de la función del 22 de enero se deslizó, con todo, sin alteración de ningún género. Pero en la segunda parte, al presentarse la pieza El perro huevero, uno de los actores recitó con entonación un verso: «¡Viva la tierra que produce la caña!».

El actor fue coreado calurosamente por los espectadores. La intransigencia perdió los estribos. Inmediatamente circuló entre los voluntarios la nueva de que en el teatro aclamaban a Cuba Libre y a Carlos Manuel de Céspedes. Mientras semejante versión se propalaba llegó el entreacto. Con motivo de hallarse en la cantina-café del coliseo varios jóvenes de los concurrentes a la función, un peninsular prorrumpió en vítores a España. Así estalló el escándalo y se adueñó la confusión de todos los ánimos.

El retén de Policía y los voluntarios se echaron sobre los espectadores para terminar incontinenti la función. Pocos minutos después se encontraban allí las autoridades locales. A las 11:00 de la noche rodeaban el edificio más de mil hombres armados. Hubo sangre y hubo muertes. Al día siguiente el capitán general Domingo Dulce dirigía una proclama a los españoles —les llamaba «habaneros»— anunciando que se haría pronta justicia.

¿Qué entendía por justicia, por pronta justicia, el general Dulce? ¿Entregarse a los excesos de los voluntarios? Los acontecimientos de la noche del 22 de enero de 1869, que ocasionaron cuatro muertos y varios heridos, envalentonaron descompasadamente a los servidores espontáneos del régimen colonial y la peor de las anarquías se adueñó de La Habana. No quisieron ellos ni pudo el Capitán General aprovechar la lección que lo sucedido ofrecía.

24 de enero, por la noche

El palacio de Aldama fue asaltado por voluntarios en la noche del 24 de enero de 1869. Motivos más que fundados creyeron tener para hacerlo. Su propietario de entonces, don Miguel de Aldama y Alfonso, era reconocido enemigo de España y conspirador desde los tiempos de Narciso López. Un hombre tan rico y poderoso que, pese a sus ideas y actitudes, España, lejos de castigarlo, quiso atraérselo con el ofrecimiento de un título de marqués que don Miguel, paladinamente, rehusó. Además de esos motivos evidentes, hubo otro que impulsó al elemento español más intransigente representado por los voluntarios al saqueo de aquella mansión, y fue el insistente rumor de que, por voluntad de su dueño, aquel palacio regio sería la residencia de los presidentes de Cuba Libre.

Por eso, después de causar muertes y sembrar el pánico en el café El Louvre, voluntarios pertenecientes a los batallones Tercero y Quinto y al batallón de Ligeros, se concentraron ante el Palacio y echaron abajo una de las puertas. Decían buscar armas y, en efecto, las encontraron. Pero no de las que podían usarse en la manigua en la guerra contra España, sino una colección de armas antiguas que con paciencia y crecidos desembolsos habían logrado acumular los Aldama.

Destrozaron enseguida también la valiosa pinacoteca y registraron los armarios. Se apropiaron de todo lo que podían llevarse y lo que no, lo destruyeron. Vajillas, lámparas, cristales, libros y objetos de arte de todo tipo quedaron destrozados. Prendieron fuego a las cortinas de damasco o de encajes y puertas y ventanas fueron arrancadas o perforadas a tiros. Luego, ebrios ya de rabia y de vino, porque, como es de suponer, también «visitaron» las bodegas del palacio, encendieron una hoguera en el Campo de Marte y en esta ardieron no pocos muebles tallados y tapices orientales.

La familia Aldama se salvó de la furia de los agresores por no encontrarse en la casa, al cuidado, en esos momentos, de dos o tres criados que fueron víctimas de humillaciones y maltratos. A una vieja sirvienta inglesa la despojaron los voluntarios de los ahorros de toda su vida. Aquel 24 de enero era domingo y, como todos los días festivos y de asueto, lo pasaban los Aldama en su finca Santa Rosa, en Matanzas.

Allí recibieron la noticia y también la amenaza de que la hacienda correría la misma suerte. No demoraron en abandonar la Isla y todas sus propiedades fueron confiscadas. En Nueva York, Miguel Aldama asumió la dirección de la Agencia General de la República de Cuba en Armas y puso al servicio de sus ideas lo que quedaba de su inmensa fortuna. Murió en 1888 en el destierro y en la miseria. Ya en la República mereció el título de Benemérito de la Patria.

Desorbitados

No fue un hecho aislado. Disturbios callejeros habían ocurrido el 12 de enero, luego de que los voluntarios, durante un registro, encontraran un importante alijo de armas en una casa de la calle Carmen, y se repitieron durante el entierro de Camilo Cepeda, un joven cubano muerto en la cárcel. Siguieron los sucesos del teatro Villanueva. La tragedia volvió el 24: una tropa de voluntarios tiroteó el salón del café El Louvre. Hubo una nueva descarga y los que trataron de huir fueron atacados a la bayoneta. El ataque arrojó un saldo de siete muertos y numerosos heridos, todos españoles. Ni uno de ellos era cubano.

Se pretextó que desde el interior del café se había hecho un disparo, lo que es falso. En verdad, los voluntarios no necesitaban pretexto alguno; andaban desorbitados. Se emborrachaban en tabernas y bodegas, detenían los carruajes e insultaban a las familias que en estos viajaban y a las que se asomaban a ventanas y balcones y obligaban a los transeúntes a dar gritos de ¡Viva España!

El famoso retratista Cohner, aduciendo que como ciudadano norteamericano que era, solo daba vivas a su nación, fue muerto en plena calle. La actitud ofensiva de los voluntarios se acentuó después de que fuera preciso suspender por lluvia la gran parada que sus fuerzas tenían prevista para el ya funesto día 24. Tan fea se puso la cosa que el capitán general Dulce tuvo que ordenar que patrullas de marineros de los barcos de guerra surtos en puerto y soldados de las tropas regulares salieran a patrullar las calles con el fin de aplacar a los revoltosos y tranquilizar a los vecinos.

La tropa de línea, mandada por el mismo Dulce, dispersó a los voluntarios que saquearon el Palacio de Aldama. Esto sumó otro motivo para que los más recalcitrantes acrecentaran su odio e indignación contra el Capitán General. Dulce llamó a capítulo a los jefes de voluntarios y se quejó al Ministro de Ultramar. Le expresó en un cablegrama que los susodichos penetraron en la casa de Aldama y cometieron excesos que condena siempre el buen sentido y no disculpa nunca la vehemencia del patriotismo. Pero en la carta en la que amplía al Ministro los detalles del suceso los llama «los mejores defensores de la patria».

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