Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un pasaje de la Cuba colonial

Antonia María Micaela de los Ángeles Domínguez y Borrell, condesa de San Antonio y duquesa consorte de la Torre, fue, se dice, una de las mujeres más bellas de la segunda mitad del siglo XIX. Su esposo, Francisco Serrano, duque de la Torre, era un tipazo de hombre. Tanto que ganó el sobrenombre de «el general bonito». Fue amante de la reina Isabel II, de España, aunque con el tiempo tendría un papel fundamental en su derrocamiento. Ocupó la Capitanía General de la Isla entre 1859 y 1863 y con posterioridad a la llamada Revolución Gloriosa, que obligó al exilio de la soberana, fue Regente del reino y presidente del Consejo de Ministros con tratamiento de Alteza, título que también merecía su esposa, la habanera, aunque con larga ascendencia trinitaria, Antonia María Micaela de los Ángeles.

Alguien que la conoció en los días en que Serrano era embajador de España en Francia, la describió así: «La embajadora parecía un medallón griego; tenía unos ojos negros enormes, profundos, con sombreadas pestañas que sabía levantar con voluptuosidad; una nariz recta y perfecta, una boca pequeña, sonrosada, de labios gruesos; un busto amplio y formas pronunciadas que dejaban adivinar un cuerpo armonioso y perfecto; una tez blanca que contrastaba con su pelo endrino, cuyas largas trenzas la envolvían como una caricia más. Era la verdadera tentación hecha vida».

La Duquesa no abandonaba sus habitaciones privadas si no se maquillaba con esmero. Una amiga le dijo un día: «Querida, dicen por ahí que si eres tan hermosa lo debes a la pintura». La Duquesa, sin dar importancia a la crítica, dijo a su vez: «Ese comentario, de seguro, lo lanzaron a rodar las feas. Les recomiendo por tanto que se pinten a ver si mejoran».

Intrigas

Cuando en 1850 Antonia María contrajo matrimonio con su primo hermano Francisco, tenía 19 años y él andaba por los 40. Matrimonio, desigual en cuanto a la edad, pero que benefició a ambos cónyuges con muy jugosas y saneadas rentas. Sucumbió Serrano a los encantos de su joven esposa que ejerció, se dice, un gran ascendente sobre él en cuestiones políticas, para lo que no reunía ella las condiciones propicias. Su carácter intrigante ocasionó al marido más de un problema.

En París, Antonia María conquistó a la Corte de las Tullerías con su belleza y fue muy apreciada por Napoleón III y su esposa Eugenia de Montijo, que la invitaban con frecuencia a sus reuniones privadas. Parece que Napoleón III tenía predilección por las habaneras. Se sabe que el emperador llegó a arrastrarse, literalmente hablando, a los pies de la tercera condesa de Fernandina. Pero la estancia francesa no duró mucho para el matrimonio. La altivez y capacidad para la intriga de la señora provocaron la destitución del marido. Cuando años después, Serrano volvió a ser nombrado embajador en París, el Gobierno francés acogió al matrimonio con una frialdad de hielo.

Recibir el tratamiento de Alteza podía ser en España la culminación de cualquier carrera. Terminada la regencia de Serrano e iniciado el reinado de Amadeo I (1871-1873) Antonia María declaró toda su hostilidad a los nuevos monarcas y se negó a aceptar el cargo de camarera mayor de la reina porque la privaba del tratamiento de Alteza. Siguieron otros desaires para al final negarse a ser los padrinos del tercer hijo de los reyes.

Serrano era ambicioso y cambiacasaca. En la primera guerra carlista ascendió rápidamente por méritos de guerra y llegó a obtener la Cruz Laureada de San Fernando. En 1840, siendo ya brigadier, comenzó su carrera política. El general Espartero, con quien colaboró, lo nombró mariscal de campo, pero tres años después, siendo ministro de Guerra, se unió al movimiento del general Narváez que derrocó a Espartero como regente. Senador en 1845. Es por entonces que se convierte en el favorito de Isabel II, que con 13 años, en 1843, fue declarada mayor de edad y tres años más tarde obligada a casarse con su primo el infante Francisco de Asís, a quien corneó a su antojo. La influencia de Serrano en la Corte de la joven reina estuvo a punto de provocar una crisis institucional, que se resolvió cuando se procuró la reconciliación de Isabel con su esposo y el nombramiento de Serrano como capitán general de Granada, cargo en el que se mantuvo por pocos meses. Se retiró a la vida privada y viajó a Rusia a fin de estudiar la organización militar de ese país. A su regreso a España contrajo matrimonio con Antonia María Micaela de los Ángeles, con quien tendría cinco hijos. En 1854 apoyó el pronunciamiento militar de Vicalvarada que propició el retorno de Espartero, lo que le valió la Dirección General de Artillería.

Se imponen en España las fuerzas políticas moderadas y el nuevo Gobierno, presidido por Leopoldo O´Donnell, el de la Conspiración de la Escalera, designa a Serrano, a finales de 1859, Capitán General y Gobernador de la Isla. La recepción con la que inauguró su mando es de los actos sociales más sonados de la colonia, comparable con la fiesta que en 1893 ofrecieron los condes de Fernandina a la infanta Eulalia, hija de Isabel II y hermana de Alfonso XII, y con el agasajo que en el Palacio de los Capitanes Generales la primera autoridad de la Isla brindó al Príncipe Alejo, hijo del zar Alejandro II de Rusia.

En Cuba

El hecho de estar casado con una cubana y de llegar con la promesa de ir borrando los efectos creados por el sistema de exclusión impuesto en 1837, hizo que los criollos tributaran a Serrano una acogida calurosa. Abrió sus salones a la alta sociedad habanera. Se mostró deferente con los cubanos y dio la impresión de que se iniciaría un nuevo período en las relaciones entre el Gobierno y los elementos representativos del país. Alentado por sus éxitos iniciales, emprendió un recorrido por las principales ciudades, en las que fue aplaudido y agasajado. La visita a Trinidad fue todo un acontecimiento. Allí los recibió el Marqués de Guáimaro, el hombre más rico de la Cuba de entonces, tío de Antonia María, y en una comida se les sirvió un pescado relleno que se inscribió en el imaginario local.

Serrano parecía estar convencido de que una política hábil de concesiones a Cuba y de reformas propiciaría una nueva y mejor relación con la Madre Patria. Proclamaba que las quejas de los cubanos eran justas y lamentaba que no disfrutaran de las garantías vigentes en la Península. Pero su opción política era que las reformas beneficiaran solo al elemento económicamente hegemónico. En pocas palabras: compaginar una Cuba española con las reformas solicitadas por los criollos. En realidad, en sus tres años de Gobierno hizo toda una fortuna con el tráfico de esclavos. Fue bajo su mando que nació el movimiento reformista de la década de 1860.

Antonia María se mostraba caritativa como pocas, y entre otras obras costeó la escuela de párvulos de la Casa de Beneficencia. Mientras duró el mando de su marido, el Palacio de los Capitanes Generales permaneció abierto para los más necesitados. Su influencia fue decisiva en los reconocimientos que, a su muerte en 1862, rindió a Luz y Caballero la administración colonial. Hombres y mujeres, blancos y negros, concurren al entierro del maestro del colegio El Salvador. Unos quinientos coches y no menos de cinco mil personas siguen al carro fúnebre que transporta el modesto ataúd hasta el cementerio de Espada.

Final

De vuelta a España, Serrano sofoca la sublevación del cuartel de San Gil e Isabel II lo hace Duque de la Torre, con Grandeza de España, y le confiere el Toisón de Oro. Antes, en 1858, su esposa heredaba la dignidad de Condesa de San Antonio. Conspira Serrano contra Isabel y es desterrado a Canarias, pero la llamada Revolución Gloriosa de 1868 hace que la soberana marche al destierro. Asume Serrano la regencia del reino hasta dar paso al reinado de Amadeo I. Al proclamarse la República asume la presidencia del Gobierno. Quiere la Condesa que su esposo se perpetúe en el poder, pero Serrano es tentado por Isabel para restaurar la monarquía en la persona de su hijo Alfonso. Se negó la Condesa tanto como pudo —y podía mucho—, pero tras el pronunciamiento de Sagunto debió Serrano aceptar a Alfonso XII e irse al exilio, desde donde le fue dado regresar en 1875 tras jurar fidelidad al monarca. Volvió a ser embajador en París y falleció en 1885. La Condesa, marginada en la Corte alfonsina, siguió en Madrid hasta que pasó a residir en Francia, a horcajadas entre París y Biarritz, donde departía con la exemperatriz Eugenia, viuda de Napoleón III. Allí, en 1917, falleció esta bella y ambiciosa habanera.

 

Comparte esta noticia

Enviar por E-mail

  • Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
  • No se admitirán ofensas, frases vulgares, ni palabras obscenas.
  • Nos reservamos el derecho de no publicar los que incumplan con las normas de este sitio.