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Almeida de Santiago

A una década de su retorno a las serranías del Tercer Frente, el ejemplo de luz del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque sigue intacto entre los hombres y mujeres de la tierra que le acogió orgullosa como uno de sus más entrañables hijos,gesto que él supo reciprocar tocando el corazón de su pueblo

Autor:

Odalis Riquenes Cutiño

Santiago de Cuba.— Le conocen la bahía y los rojos tejados del Tivolí, el parque Céspedes, el Moncada y la Gran Piedra, los intrincados parajes del Tercer Frente a los que en sempiterno pacto de amor les devolvió la dignidad.

El bolero, el son, la conga: la música oriental y los afamados carnavales santiagueros le deben el ímpetu de quien los defendió desde su fina sensibilidad de artista. La historia que se acuna en este lado cubano encontró en él al testigo-testimoniante de sus mejores pasajes y sus hijos caídos, el más devoto guardián de su memoria.

Cada piedra, cada obelisco, cada pedestal de héroe de esta cálida tierra supo de sus cuidados, como la persona de detalles que era. Recordada es su constante preocupación por los monumentos de los mártires del Moncada, en la carretera de Siboney, por el estado de los combatientes y madres de mártires.

Las invictas montañas del Tercer Frente Mario Muñoz, que lo vieron erguirse como comandante, guerrillero del coraje y la justicia, aún guardan la poesía de sus pasos, la melodía de su música y se respira el cariño que sembró con el fusil al brazo o tocando el corazón de su pueblo.

«Nunca le dije no al Comandante Almeida…», acostumbraba a repetir Titina, la hija de Apolinaria Biset, «Zurita», quienes pusieron familia, casa, cama y comida a disposición del jefe guerrillero, y que el reciprocó con amor de hijo.

«Con el Comandante me hice hombre…», suelen enfatizar curtidos labriegos a quienes se les humedecen los ojos mientras cuentan a los nuevos de sus hazañas por los trillos de la serranía, quizá porque les enseñó desde su estatura, ganada con coraje, de uno de los íconos de la épica resistencia de la Patria; que es posible llegar a la cumbre sin olvidar los orígenes, sin traicionar la condición de humano de sólidos principios: sensible y cordial, leal y franco.

Quienes tuvieron el privilegio de acompañarlo en las disímiles y complicadas tareas que asumió aquí como delegado del Buró político en la antigua provincia de Oriente, no olvidan que les legó un estilo de dirección basado en el ejemplo, el rigor, el humanismo y el contacto directo con la gente, que ha marcado pautas  hasta hoy y es paradigma para quien intente conducir con certeza a los habitantes de esta región.

Nació en La Habana, pero era santiaguero, pues así lo sintió y declaró muchas veces. «Yo soy como los santiagueros, que dan vueltas y vueltas y regresan. Santiago es mi musa», le promulgaría más de una vez a José Camejo Acosta, su cercano colaborador aquí por muchos años.

Se decía hijo de este terruño, amante enamorado de la familia Maceo-Grajales, y todavía se recuerdan sus desvelos por transformar la situación de cada barrio —los que recorría regularmente—, por el problema del agua o porque una orquesta emblemática del territorio, como la Chepín-Chovén, no se desintegrara.

Dirigió aquí con el carisma del jefe que no admitía chapucerías, el dirigente apegado a la gente simple, que sin alardes enfrentaba directamente los problemas hasta solucionarlos, luchaba contra los errores, no contra los hombres y enseñaba a ser exigente, puntual, concreto y justo.

En el fragor de días difíciles demostró que en medio de disímiles responsabilidades es posible encontrar tiempo para caminar por las calles, cantar o polemizar en un parque, depositar una flor ante el compañero caído, ejercitar sus músculos, intentar descifrar los caminos del cocoyé y hasta una que otra noche asomarse a uno de los balcones del hotel Casa Granda para contemplar el corazón de la ciudad o la bahía santiaguera.

En el Santiago que hizo suyo dejó su impronta, hecha canción, a la manera de aquel tema con el que reciprocó el cariño de un pueblo, en 1976: A Santiago. Tu Santiago, mi Santiago… pero también de maneras bien tangibles como la fundación de los Estudios Siboney, de la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales, en 1980; la que como acto de elemental justicia tuvo su debut con un sencillo que tenía por una cara a La Lupe y por la otra A Santiago, ambas de su autoría.

Fue un defensor de la unidad como raíz de la libertad y la independencia; y como portador de una fidelidad sin límites protegía la autoridad de Fidel y de Raúl como la niña de sus ojos. «Eres el primero en Santiago», cuentan que le dijo en pleno parque Céspedes un amigo de acá, pero el ripostó de inmediato: «No, soy el tres; el primero es Fidel y el segundo, Raúl».

Quien haya compartido ese himno al sentimiento más universal que es La Lupe, lanzado un piropo a una mujer que quiere que la miren o leído alguno de sus libros, que abundan en el pasado histórico de los cubanos, comprenderá la explicación que él mismo dio a un diplomático extranjero: «Aunque hice la guerra, compongo canciones de amor», y sabrá de su especial sensibilidad humana y artística, evidencia imperecedera de que en él latía el corazón de un poeta que nunca dejó de soñar con la belleza.

Artista de vocación, mecenas de su tiempo, como legado cultural, al decir de muchos de sus amigos intelectuales, nos dejó también su cortesía, su forma de vestir y su apoyo al desarrollo del buen arte oriental.

Más allá de las medallas y condecoraciones que recibió su andar, su pecho de poeta y combatiente pertenece hasta hoy a los hombres y mujeres humildes de Santiago de Cuba en los que supo calar.

Por eso, Juan Almeida Bosque sigue teniendo un lugar especial en el corazón de los santiagueros y toda la autoridad, para desde aquí seguir convocando a enfrentar el mañana, tal vez desde aquel pensamiento de Antonio Maceo que tuvo entre sus máximas: «Quiero tener la gloria de haber contribuido al bien e independencia de Cuba y llevar, con orgullo, el título de buen ciudadano, que da brillo y grandeza cuando se obtiene sin mancha».

Relieve escultórico realizado por el pintor, diseñador y escultor Enrique Ávila González. Fue colocado en una pared del teatro Heredia. Foto: Miguel Rubiera Jústiz /ACN

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