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Vida y epicentro

Lástima que el homenaje de estos días no se repita en cada pulsación del almanaque. Deberíamos haberle cantado en todo tiempo —no solo con palabras, no solo con ofrendas materiales—, por ser epicentro de la vida

Autor:

Osviel Castro Medel

Lástima que hayamos hecho de marzo un podio coyuntural para elogiarle su existencia de pétalo y batalla. Lástima que el homenaje de estos días no se repita en cada pulsación del almanaque.

Deberíamos haberle cantado en todo tiempo —no solo con palabras, no solo con ofrendas materiales—, por ser epicentro de la vida.

Quién podrá negar que ella es, entre todas las criaturas de este mundo, la más tierna y la menos leve, la más susceptible y la menos floja, la única capaz de saltar en un segundo de la fragilidad a la reciedumbre humana.

Vayamos a su historia para encontrarla curando las angustias, preocupada por lo grande y lo pequeño, nadando contra ajetreos tremendos, vestida con velo invisible del detalle, quebrando la rigidez del pretérito y aún del presente.

Tal vez nuestro peor pecado haya sido elogiarle, como si fuese «cosa suprema», el quehacer hogareño después de una jornada dura fuera de los muros de la casa. En todo caso, eso demuestra moldes pequeños de los que no hemos podido apartarnos.

Quizá el error mayor fue «asustarnos» cuando nos enseñó que sabía estar, incluso por encima de nosotros, en puestos que le creíamos vedados, gracias a arquetipos construidos por el fantasma del machismo o la incomprensión de sus luchas por la igualdad cierta.

Si diéramos por sentado el mito antiquísimo que la vio saliendo de una costilla de varón, podríamos afirmar ahora que su cuna se ha propagado, afortunadamente, por nubes y alas, por cimas de redención y de no ataduras.

Busquemos aquellas historias de enfermeras en la manigua que no soportaban ningún «majá» en el campamento libertador y empujaban a los suyos a la contienda; las de señoras que, en el afán de crear una nación, cambiaron sus prendas brillantes por una sopa sin sabores; las de miles que soportaron el hielo del destierro, la muerte de hijos o esposos, los latigazos en la piel y el corazón.

Pongamos, más allá de celebraciones o recuentos, su nombre sacudidor y hermoso. Con él podremos etiquetar para siempre la integridad mejor.

No escribamos de modo ampuloso gaviota, deidad o jardín perfecto. Digamos solamente, tocándonos el alma: Mujer.

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