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Un «reloj» para cuidar la vida (+ Fotos)

Se saben imprescindibles y responden a ese compromiso, pero no hacen alarde ni reclaman aplausos a las nueve de la noche. Los merecen también, pues el personal de servicio del Instituto de Medicina Tropical Pedro Kourí —como en muchos otros centros del país— es engranaje esencial para las buenas prácticas de enfrentamiento a epidemias que exhibe Cuba desde hace casi tres décadas

Autores:

Mileyda Menéndez Dávila
Yuniel Labacena Romero

No visten bata blanca. No trabajan en salas médicas ni laboratorios. Tampoco atienden a pacientes. Se saben imprescindibles y responden a ese compromiso, pero no hacen alarde ni reclaman aplausos a las nueve de la noche. Sin su consagración, el Instituto de Medicina Tropical Pedro Kouri (IPK) no funcionaría «como un reloj», frase muy popular en este complejo científico asistencial del oeste habanero.

Desde el veterano Ángel Luis Guerra Pérez, médico jubilado de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y subdirector administrativo desde hace unos ocho años, hasta Jonathan Martínez Peña, cocinero de 18 años de edad, el personal de servicio del IPK es engranaje esencial para las buenas prácticas de enfrentamiento a epidemias que exhibe Cuba desde hace casi tres décadas.

Foto: Abel Rojas Barallobre

Sazón tempranera

Jonathan lleva menos de un año en este centro, pero conoce los trucos de su cocina como la palma de su mano. «Vivo en El Guatao, un poblado de La Lisa. Aunque estudié albañilería la ejercí muy poco. Aquí empecé como ayudante de cocina. Como vieron que me desplazaba bien y le ponía mucho amor a lo que hacía, me pasaron para la plaza de cocinero, donde también hago las cosas con mucha ternura.

«Trabajo días alternos. Entro a las tres de la mañana para preparar el desayuno de mis compañeros. Hago las cosas con calma y todo está listo cuando llegan. Mi encargo es elaborar alimentos para el personal, mientras otros atienden a pacientes cubanos y extranjeros».

Le preguntamos si no siente temor de trabajar tan cerca de personas positivas al nuevo coronavirus: «No, porque si mantenemos las medidas sanitarias todo sale bien. Mi familia se preocupa y a la vez me apoya, me da ánimo. Les expliqué que todo estaba en orden, como siempre. Aquí son rigurosos con las medidas higiénicas. Mis amigos del barrio igual me dicen que me cuide mucho.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«Me encanta lo que hago, por eso lo ejecuto con firmeza y decoro. Qué mayor satisfacción que cocinar para quienes salvan vidas y garantizan todo el funcionamiento de este centro. Si se están sacrificando para que todo salga bien, entonces cómo no hacerlo yo, que soy joven», reflexiona.

Es también lo que siente Santiago Ramírez, quien por sus 53 años, pudiera incluirse en el grupo de riesgo, pero tiene una juventud que engaña hasta al virus más inoportuno. Desde hace 20 años trabaja como chef en el IPK y ya ha «sobrevivido» numerosos eventos internacionales, enfrentamientos a epidemias, ciclones, entrenamientos y otros retos a su ingenio culinario.

Como pretende escabullirse, lo sonsacamos: «¿Por qué la comida de los hospitales es tan mala?». Sin dejar la faena (el almuerzo no espera), responde con ojos sonrientes: «¡Aquí no! Todo está en el nivel de exigenciay el amor que pone quien cocina para que la gente tenga al menos la satisfacción de comer algo que les guste».

Foto: Abel Rojas Barallobre

Experiencias anteriores en espacios turísticos no dejaron remilgos en su aval. Su incentivo para adaptarse a métodos y dietas es la buena acogida de sus comensales. «Se cocina lo que nos den, y si hay que modificarlo para alguien en particular, se hace».

A pesar del ambiente caluroso, no lo vemos tocar ni una vez su nasobuco. «Es la práctica. Además, tenemos una jefa muy exigente, sobre todo en la higiene nuestra y a la hora de manipular alimentos», asegura.

Santiago vive en el Cerro. Ahora tiene transporte garantizado, pero siempre abre puntual su jornada (3:45 de la mañana) porque le tiene «cogida la vuelta» a la confronta. «A veces al salir le digo al custodio: Nos vemos ahorita».

Como jefe de brigada pone sus manos en toda la comida, que usualmente consta de seis piezas: arroz, potaje, vianda, proteínas, dulce, ensalada. Gracias a varias cooperativas tienen suministros frescos, algo esencial para que el alimento inspire a sus destinatarios a alimentarse, otro modo eficaz de ofrecer salud.

¿Qué turno gusta más a los pacientes?, insisto en retarlo, pero elude la pregunta con gallardía: «Noooo, eso me lo reservo. Aquí todo el mundo da lo mejor de sí y la buena opinión la compartimos como un logro colectivo». 

Pasión y meticulosidad

En esta cocina nada escapa a la exigencia de Mireya Rodríguez, quien lleva casi 29 años en el centro (desde que el IPK se estableció en La Lisa). La jornada cierra sobre las siete de la noche y nadie para de trabajar mientras la jefa no estime que queda todo inmaculado, en condiciones óptimas para el turno siguiente.

Aunque hay auxiliares para el fregado y la limpieza de pisos, paredes y techo, cada quien debe higienizar, recoger y organizar su área y el equipamiento que utiliza. Gracias a eso equipos de 20 o 25 años funcionan a la par del resto de la tecnología, instalada hace diez años.

Bajo ese mando, el ingrediente que no puede faltar es la conciencia, dice Mercedes Luis Ávila, quien pone también de su cosecha mucha pasión, sensibilidad, tranquilidad… «Esos son los condimentos que salvan, ¿no crees?», responde y pregunta esta cocinera amistosa. «Aquí todo funciona como un reloj. Mi mamá se preocupa si llego tarde, pero siempre le digo: Tranquila que aquí nos protegen bien. Cada uno tiene que vencer esta epidemia en el lugar que le toca». 

Foto: Abel Rojas Barallobre

Con ella coincide la ayudante Eusebia Amad Díaz, vecina de la barriada de El Cano, cerca del IPK. «Mi familia está clara de la situación que existe en el país, y también del aporte que yo tengo que dar aquí». A los 61 años no entiende de miedos, sobre todo porque en el televisor y por todos lados se explican las medidas a tomar.

De su constancia depende que viandas y hortalizas sean seguras y agradables al paladar, y aunque parece un puesto humilde ella le pone mucho amor. Porque le gusta su oficio y porque sabe que a veces es el único alimento que tolera un paciente, y bien preparado le puede salvar el día.

Menú circense

En el IPK se elabora alimento para unos 400 trabajadores y entre 40 y 60 pacientes. La diferencia va en el modo de presentación, más que en el contenido, explica Nolvis Leyva, una de las dos dietistas del centro.

Además de proponer el menú semanal, ellas funcionan como eslabón comunicativo entre la cocina y los pacientes, con quienes dialogan sobre insatisfacciones y necesidades específicas, además de aplicar encuestas semanales. En las actuales circunstancias esa atención personalizada se logra a través del teléfono, gracias a pantristas y enfermeras. 

Foto: Abel Rojas Barallobre

Hacen malabares con lo que tienen en existencia, pero la magia de la solidaridad ayuda a llenar almacenes. Ahora, por ejemplo, las donaciones de la empresa Cubanacán y las cooperativas cercanas consuelan la vista y el paladar.

Aquí el alimento es tratamiento, con fundamentación científica. Por eso su peor pesadilla es la inapetencia que provocan algunos medicamentos, más que la enfermedad en sí. Con agilidad cambian leche por yogurt o jugos, se adaptan a reclamos vegetarianos, sopas, fórmulas hipoalérgicas, y siempre hay un as bajo la manga para casos especiales.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«Nos desesperó una bebé desnutrida que no comía nada, hasta que la mamá le comentó al pantrista que su plato favorito es espaguetis y en pocos minutos se lo subimos y aceptó», nos dice la dietista, quien vive cerca y trabaja a diario unas diez horas, pero en casa no logra «desconectar» su responsabilidad.

El día que la entrevistamos su hija mayor cumplía 18 años. Desde que comenzó la epidemia ella suelta todo antes de entrar al hogar, prácticamente se baña en el patio y solo después saluda y colabora con el reto familiar más importante: repasar teleclases de preuniversitario de las «niñas». Hasta que el sueño la rinde, a veces en el sofá.

«Y mientras te desvelas por lo que comen en el hospital, ¿quién se encarga de alimentar en tu casa?», preguntamos, y suelta una carcajada: «¡Mi mamá! Ella está jubilada y asume todo ahora». La hija menor aún no decide vocación, pero la mayor se toma en serio las pruebas de ingreso porque quiere ser nutricionista. «¡¿Aun cuando ve tus sacrificios?!».Orgullosa, vuelve a reír: «¡Ella insiste, ella insiste!».

Más que agua y jabón

Maikelín González Cárdenas trabaja de lunes a domingo en la lavandería. Desde hace cuatro años clasifica los bultos según la suciedad: «Como has de imaginar, mucha de esta ropa llega ahora de las salas de pacientes positivos… y sí, en ocasiones siento temor, pero poco a poco se ha ido disolviendo. O quizá siga ahí, pero lo sentimos menos».

Foto: Abel Rojas Barallobre

No protegerse no es una opción: «Tengo dos niñas y cuando llego a casa quieren abrazarme, besarme… Siempre me dicen: «¡Mamá, cuídate, te queremos!», cuenta emocionada.

Cada día al amanecer la ropa está lista para lavarse. La traen dos muchachas que enseguida se llevan la que ya está lavada, descontaminada, cosida y planchada: «El trabajo es fuerte, pero yo soy una guerrera, como el resto de mis compañeros. Además, aquí se han vivido otras enfermedades infecciosas y sabemos trabajar».

Incluso, Yaninza Meriño Ojeda, quien lleva tres meses en el centro, es consciente de la importancia de cuidarse. Nada de inmadurez amparada en sus 20 años: todos se saben responsables por el colectivo y los pacientes.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«Mi familia me dice que me cuide, pero saben que en este lugar hay muchos jóvenes trabajando en esta obra de elevado corte humanista. Disfruto lo que hago y planifico mis horas para llegar descansada y asumir con buen ritmo mi faena, que es sencilla, pero lleva una sensibilidad inmensa».

La jefa del servicio, Mayra García, suma otros detalles: «Cada sala tiene como mínimo 80 sábanas, 40 piyamas y 40 toallas para garantizar que sus pacientes cambien todo a diario. El personal médico usa además guantes, máscaras, botas, cubrebata… y todo eso es material limpio en cada visita a cada paciente, varias veces al día».

Foto: Abel Rojas Barallobre

En jornadas de 12 horas procesan entre 300 y 500 kilogramos de ropa desinfectada en las autoclaves de las salas. Utilizan agua suavizada, y la que se desecha va al alcantarillado con todas las medidas higiénicas necesarias. En estas semanas además producen nasobucos y ajustan ropa nueva para el personal voluntario que apoya en la zona de cuarentena, pero como no tienen costureras, todo el que puede y sabe se sienta un rato a coser.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«¡¿Que si no me preocupa la familia?!», replica Mayra sobreponiéndose al bullicio de las máquinas. «En casa hay dos bebés y dos viejitas, figúrate… De aquí nos vamos bañados (son siete mujeres y un hombre), nunca usamos la misma ropa para trabajar y salir y de todas formas lo que entra en mi casa es un diablillo, directo para el baño».

Sobre la indisciplina en la calle, comenta indignada: «Le voy a ser sincera: Yo hasta discuto y todo con la gente, les digo que no hay necesidad de ser tan irresponsables y luego ocupar a la familia con una enfermedad. Pero hay quien no le importa y no ve que esto es muy serio». Contrariada, saca una cuenta simple: por cada persona que se contagia son más días que su hospital y el país trabajan bajo presión, y eso no debiera ser.

Foto: Abel Rojas Barallobre

Caliente, caliente…

Justo Humberto Rodríguez Camero es especialista en Sistemas termoenergéticos, pero todo el mundo lo conoce como «el hombre de las calderas». Sin vapor, este instituto no existe, y desde hace 31 años su tarea es mantener vivo a ese dragón a toda hora.

Habla muy campechano. Sabe que de sus habilidades en este ruidoso bloque depende la cocina, la lavandería,las redes de agua caliente y fría… Aun así considera que importantes son esos que están salvando vidas, interactuando con los pacientes: «Lo mío es garantizar que no pare y el hospital funcione como un reloj», dice mientras restriega sus manos grasientas en el overol. Entonces notamos que este es el único sitio donde no predomina el olor a cloro o alcohol.

«Tengo generadores en mantenimiento y otros en reparación capital. De lunes a domingo llegamos a las cuatro y media de la mañana y nos vamos casi a las cinco de la tarde». Sus 15 trabajadores no conocen un pero: Sí les preocupa estar aquí y sí cumplen las medidas higiénicas, solo porque así «nos cuidamos y cuidamos la familia, que es lo más importante».

Foto: Abel Rojas Barallobre

Ojo puesto en todo

Ninguna instalación de la complejidad del IPK funciona sin «hombres orquesta» como el máster en Ciencias Ariel Mesa, jefe del departamento de Inversiones, quien pasó 34 años como ingeniero radioelectrónico en las FAR y ahora lleva dos en esta nueva misión.

Su equipo lo componen tres electricistas, un especialista en Clima con su ayudante y tres plomeros, a los que se suman operarios del contingente Blas Roca (encargados de las nuevas inversiones en el centro), quienes a raíz de la contingencia epidemiológica se brindaron para lo que haga falta, como la puesta a punto del sistema alternativo de clima en cuatro salas que recibirían pacientes.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«Aquí todo el mundo sabe cuál es la misión del IPK y nos preparamos incluso antes de que llegara el virus a Cuba. Estamos conscientes de la necesidad de proteger a los más vulnerables, pero hasta esos dieron el paso al frente y están en sus casas, pero alertas, y cada vez que requerimos sus servicios vamos a buscarlos, así sea de madrugada».

El reto es grande, reconoce. La estrategia es asegurar primero la vitalidad y comodidad en el área de asistencia médica y los laboratorios, y ni así renuncian a aplicar mantenimientos planificados, hasta donde se pueda.

«Estamos aquí de lunes a lunes. Un carro de guardia garantiza el traslado del personal ante cualquier avería. Por suerte los pacientes han cooperado porque saben que es por su bienestar», dice Ariel, y nos deja de prisa para atender un fusiómetro atascado en una de las salas.

Y sí, esa batalla es esencial, pero no es la única que lidera el doctor Guerra Pérez. «Vivimos pendientes del ahorro. Todos los días chequeamos consumo eléctrico, de agua, oxígeno, combustible, alimentos, medios de aseo, vestuario hospitalario… Del plan original de portadores energéticos nos pasamos en un 50 por ciento, pero es lógico.

Foto: Abel Rojas Barallobre

«De hecho, están las seis salas trabajando, la dirección no cierra… Ese plan lo reajustamos y ahora no llegamos al cien por ciento. Cuando termine sabremos cuánto costó la epidemia con detalles, porque también el personal de Economía está trabajando en función de este asunto», precisa.

Otro punto rojo en la agenda es la seguridad de la instalación: se reforzó la vigilancia con agentes y hay un sistema de cámaras en áreas sensibles por sus recursos o por el riesgo epidemiológico que entrañan, como los laboratorios.

También conocimos que tienen cinco carros en función de trámites, incluso buscar sangre y recoger muestras para análisis. Hay una ambulancia para sacar cualquier ingresado que necesite un examen en otro hospital y para el servicio de hemodiálisis. Esos vehículos se fumigan a diario y su tripulación también tiene que lavarse las manos porque el peligro está en cualquier parte.

«En estos momentos es necesario recoger y llevar a su casa a más técnicos y especialistas del laboratorio. Algunos pasan entre 12 y 24 horas con todo el equipo de protección puesto y terminan agotados», explica Guerra Pérez, y agradece el apoyo de la empresa de Ómnibus Escolares y la de Taxis: «Son choferes de mucha experiencia, incondicionales, que responden por el estado y la higiene de sus vehículos. Les creamos facilidades para que descansen y se alimenten, y ya son parte de nosotros».

Foto: Abel Rojas Barallobre

Orgulloso muestra el bien cuidado jardín interior y el de la entrada, pero reserva de postre el área más impactante: «En ese polígono entrenó la brigada que venció el ébola en África». Tras la cerca perimetral, superficies y caminos cementados: «Ahí se aprende cómo enfrentar una epidemia en campaña: por dónde entran los enfermos, qué hacer con los fallecidos y recuperados; dónde descansan los médicos».

A pesar de su valor histórico, el sitio no es un mero recordatorio: «Ojalá la población sea disciplinada y no las necesitemos nunca, pero las carpas están listas, por si hay que ampliar las capacidades del hospital. Con nosotros, este coronavirus no va a poder».

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