Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La pared

¡Cuántas rutinas ha perturbado la pandemia! Cuántas cosas triviales han cedido espacio, algunas para mal y muchas para bien

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

 

Ayer sábado a las cinco de la tarde vestimos finalmente nuestros uniformes de pitufos: piyama azul claro, sobrebata azul marino, botas y nasobuco de tela blanca y una careta de acrílico que por momentos olvida su transparencia en simbólico recordatorio de que estamos acá para cuidar una de las más humildes e importantes funciones de los seres vivos: intercambiar aire con el entorno.

A las 8:56 p.m., justo un minuto después de publicarse la anterior crónica, entró la primera Diana naranja con diez pacientes del Cerro. Creíamos que llegarían del mismo municipio de Plaza de la Revolución, pero con la complejidad de la epidemia en la capital ese asunto es muy dinámico, y hasta que no están acá no sabemos de donde provienen nuestros huéspedes.

Tampoco es que eso importe mucho: son personas que necesitan amparo y para eso estamos. Mi tripulación, usualmente jovial y parlanchina, hizo un gran silencio y asumió la llegada con la diligencia de quien acostumbra a hacerlo todos los días. Mientras Fabián tomaba el aspersor para fumigar las pertenencias y el vehículo, los otros cuatro se distribuyeron como anfitriones para ubicar a las personas en los cuartos, mostrar los medios a su disposición y explicarles las normas sanitarias y de convivencia.

Por mi parte, pensé primero como reportera y corrí a buscar la cámara, así que salí de última y me tocó quedarme en la retaguardia por si se necesitaban cosas ubicadas de la zona verde, como en efecto ocurrió.

Las fotos fueron hechas a cinco metros de distancia y cien grados de emoción, por eso no tienen calidad, pero son la constancia de un momento que marca un antes y un después de esta universidad, donde los protocolos de bioseguridad son material de estudio común, pero nunca (hasta ahora) enfocados hacia virus mortales. 

Al largo pasillo que recorrimos tantas veces en las anteriores 80 horas, le nació en ese instante una pared. Como en las películas fantásticas, es una barrera invisible y aun así infranqueable. Solo una colcha con hipoclorito al cinco por ciento delimita los pasos entre rojo y verde, peligro y confort, servicio y descanso.  

Más de una de una vez mi corazón me empujó hacia el vestíbulo, pero el sentido de responsabilidad me mantuvo anclada de este lado, sin pisar siquiera el húmedo umbral.

Desde anoche, además, mi cerebro incorporó una nueva señal de contradictorio alivio: detesto el olor del cloro, pero si aumenta me alegro porque significa que el resto del equipo está en zona de desinfección y en unos minutos nos reuniremos en la terraza de los grandes debates humanistas.

Ya puedo imaginar cómo se siente la tripulación de una nave cuando uno de los suyos sale al espacio hostil y regresa ileso, dejando en la antecámara su molesta escafandra.

Le pregunté a Yeirys más tarde cómo se sintió alojar a alguien desconocido en su propio cuarto de la beca, ahora nombrado cubículo 3 a los efectos epidemiológicos. «Normal… Preferiría estar yo ahí con mis amigas, pero esto es lo que toca», respondió con su voz aniñada.

Y «lo que toca» a estos jóvenes cuando los temas de conversación se agotan, es estudiar en sus laptops hasta bien tarde en la madrugada. Ella, para la prueba de Análisis Matemático (asignatura compleja cuando se recibe en un aula, imaginen en modo autodidacta). Amián, para la evaluación de Nuclear vía WhatsApp, y Olga redacta su tesis de ingeniera, que revisa protocolos de calidad en el manejo de equipos de rayos X en hospitales capitalinos.

Sigo sin estrenar zona roja. El profe Germán distribuyó los turnos de hoy y me asignó el recorrido de la noche para suministrar agua, recoger la basura y ver si los pacientes necesitan algo más.

Me alegra la decisión porque pude escuchar mi programa en Radio Taíno, Oasis de domingo, y entrar con mi habitual segmento de cinco minutos hablando de sexualidad. A través del teléfono, por supuesto, y sin el acostumbrado paseo al Coppelia que tanto disfrutábamos cada semana y llevamos un año sin cumplir.

¡Cuántas rutinas ha perturbado la pandemia! Cuántas cosas triviales han cedido espacio, algunas para mal y muchas para bien. Por suerte lo imprescindible, lo humanamente esencial, se mantiene, aunque sea invisible para los necios. Como la respiración. Como el placer de comer juntos en nuestra ecológica terraza. Como la nueva pared epidemiológica que no debo cruzar sin una buena razón.          

Reto del día: ¿Será muy difícil incorporar limpiaparabrisas en las caretas y máscaras de acrílico?       

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