Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El prodigio de inventarse vidas para los demás

Para el dramaturgo Abel González Melo el 2016 fue un año muy gratificante, cuatro de sus obras fueron estrenadas con éxito en diversas latitudes

Autor:

Lourdes M. Benítez Cereijo

Tensadas a partir de su propia experiencia, las historias de ficción que le nacen han conformado y son, en sus propias palabras, el único terreno de libertad que posee. Por eso procura que sus personajes hagan lo que no se atreve a hacer: «que consigan llegar a lo más alto, al tiempo que se hunden en los abismos, que se empecinen hasta la locura o la muerte. He ido llegando a un pacto con ellos, les regalo el goce de lo inacabado, los invito a atravesar un terreno frágil, y ellos a cambio exorcizan mis temores y me acompañan en la lucha de la vida».

De esa manera Abel González Melo (La Habana, 1980) define su dramaturgia, una creación de alto vuelo, imprescindible a la hora de hablar de lo más relevante de la escena cubana reciente. El 2016 fue un año muy gratificante para el autor. Cuatro de sus obras fueron estrenadas con éxito en diversas latitudes: Protocolo (Argos Teatro y Artífice Escénico, dirigida por Carlos Celdrán); Epopeya, Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera 2014 (Aguijón Theater de Chicago, dirigida por Sandor Menéndez); Chamaco, Premio Villanueva de la Crítica Teatral 2006 (Teatro HOME de Manchester, Inglaterra, dirigida por Walter Meierjohann) y Mecánica, Premio Uneac 2014 (Teatro Circular de Montevideo, dirigida por Mariana Wainstein).

Sobre los misterios de la creación, los mitos de la fortuna y los límites de la verdad dialogó JR con González Melo, y con los lectores/espectadores compartimos esas fracciones de vida.

—Eres uno de los jóvenes autores más sobresalientes de la escena nacional e internacional. ¿Hasta qué punto te complace la notoriedad?

—Me gusta que el teatro se llene de público, y si el título de una obra o el nombre de un dramaturgo pueden ayudar a ello, bienvenidos sean.

—¿Qué es el teatro para ti? ¿Cuáles fueron tus primeros acercamientos?

—Empecé a ver y leer teatro en la infancia. Cuando estudiaba en la Lenin esa pasión fue creciendo y decidí cursar la carrera de Teatrología en el ISA. Me fascinó descubrir que hay una forma divertida de evadir la soledad: inventarse vidas para los demás y conseguir que esas vidas acontezcan, siendo a la vez reales y ficticias ante otros.

—Escribir, ¿cómo es, teniendo en cuenta que eres un autor que «me fanatizo con remover mi obra y no la doy, hasta su publicación, como hecho terminado»?

—El plano literario del teatro es disfrutable hasta un punto, luego ajusta su perfil con la escritura escénica, que es colectiva y muta función tras función. Soy consciente, cuando escribo, de que las acotaciones y los parlamentos son solo pautas. El personaje no es lo que está en el papel, sino lo que el actor construye sobre lo que yo escribo, lo que el director propone y un montón de otras cosas.

—Llevas contigo la condición de vivir dentro y fuera, de moverte constantemente. ¿Cómo ha influido esa filosofía del rencuentro en tu obra?

—Ha sido esencial rencontrarme con Cuba cada vez. Es volver a la infancia, a la familia, a mi madre, a la amistad. Rencontrarme a mí mismo, que a menudo me siento como una isla también. Volar es imprescindible para abandonar localismos absurdos y abrazar el mundo en la creación de ficciones, para confrontar la experiencia, para crecer hacia los otros y huir del aislamiento. Pero regresar me conecta con el amor y el dolor de la memoria, que son las bases de mi escritura.

—Lo marginal, la desnudez sin corsé, las voces invisibilizadas, la ambición, las falsedades, historias de un submundo, forman parte de tus universos creativos. ¿Eres un escritor bendecido por poner luz a las penumbras o audaz por abordar realidades poco tratadas en el teatro?

—Siempre me sentí atraído por lo peligroso, lo que se halla después del límite. En realidad todo está a nuestro lado pero no queremos verlo ni ensuciarnos, preferimos la zona de confort. Como dramaturgo he querido investigar esas regiones vedadas, el alma que hay dentro de ellas, saltar por encima del estereotipo de la marginalidad o del lujo, de los lugares comunes que venden las postales turísticas. Ver qué resortes mueven a los seres humanos y encontrar cómo sintetizarlos y organizarlos dentro de una estructura dramática que genere otra realidad, otra esperanza.

—Si, como dices, las mentiras son más ricas que las verdades para la creación dramática, ¿cómo no perder eso que llamas «regiones de franqueza»?

—Nunca se es más franco que dando relieve a la mentira, cercándola, y haciendo que florezca la verdad que se quiere ocultar. Es un procedimiento diario: vivimos rodeados de mentiras.

—Para nadie es un secreto que el sexo vende y que es un elemento fuerte en tu dramaturgia. ¿Cuáles son tus pretensiones al respecto?

—Ahora conversamos porque hace algunos años mi madre tuvo sexo con mi padre y nací. Me parece lo más natural del mundo hablar del sexo, que es el motor biológico de la humanidad.

—Has dicho que  llegar al fondo de una verdad te ha puesto en riesgo. ¿Hasta dónde estás dispuesto a aventurarte y cuáles han sido tus mayores miedos?

—Para escribir Chamaco me sumergí en las calles de una Habana nocturna y marginal, intimé con gente desconocida, fui topando con la belleza del horror. Fue tan intensa la experiencia que de ahí nacieron también Nevada y Talco. En Sistema me zambullí en el caso real de un pintor acusado de pederastia en Miami, y para Mecánica me hice pasar por cronista de hoteles de lujo y así me acerqué a los altos cargos del turismo en Varadero. He temido a la enfermedad, a la censura, a la muerte. Pero quizá el mayor miedo sea perder alguna vez el deseo de arriesgarme.

—En tu desandar desnudas circunstancias de manera visceral, y eso tiene siempre un precio personal. ¿Alguna vez has escrito parapetado en blindajes?

—Son inevitables los parapetos en la creación artística. La existencia del otro nos condiciona, crecemos sabiendo que pertenecemos a una comunidad, a un entorno, que nos regimos por normas y que se nos vigila. Nadie puede ser completamente franco todo el tiempo porque sería visto como un loco y haría estallar la estructura social que hemos creado, basada en la hipocresía y la impostura.

—Muchos creadores aspiran a hacer sentir bien al público. Sin embargo, tú vas hacia la provocación, lejos de la indulgencia. ¿Sembrar la incomodidad puede dar satisfactorios resultados?

—Incomodar como propósito, nunca: para mí la escena es un espacio de disfrute. Hay diversos tipos de espectadores y yo no tengo uno ideal, disparo en muchas direcciones. Sé que, ante lo que escribo, la gente puede insultarse, excitarse, llorar. También alegrarse, llenarse de ilusión. Depende de cada uno. Mi compromiso es entregar el mayor nivel posible, una arquitectura que mantenga al público en vilo, entretenido, seducido. Cada vez que escribo echo un pulso conmigo mismo, me fuerzo a iluminar contenidos inesperados, pero sobre todo, a contarlos de una manera que cautive. Me apasiona jugar con la sorpresa, con el desconcierto, con la vuelta de tuerca, con el fuera de quicio. Lo único que no soporto es el aburrimiento.

—¿Cuál es tu mayor placer?

—Abrazar a mi madre, a mi hermana y a mi sobrino.

—Si la labor de escribir es como la de caminar en una cuerda floja, ¿a qué apelas para conservar el equilibrio?

—A Dios. Cada día doy gracias por la inspiración y la mesura, por avanzar sin precipitarme al abismo. Recuerdo aquellos versos de Eliseo Diego: «El equilibrio ha de ser, a no dudarlo, recompensa tal que no la imaginamos».

—Supongamos que tienes la posibilidad de llevar a escena tu obra favorita, bajo tus condiciones, escogiendo teatro, director y actores, incluso el público, ¿cómo quedaría ese cuadro?

—Sería una mezcla de experiencias pasadas y otras por venir. Un enigma en suspensión. Un puzle donde la escena, convertida en foro cívico, batalla contra lo vulgar y lo obvio.

—Es imprescindible la referencia a Carlos Celdrán y Argos Teatro. ¿Cómo se define esa dimensión que los une?

—Argos es mi escuela y Celdrán es mi maestro. Junto al equipo aramos un terreno siempre fértil en la búsqueda de lo real a través de las ficciones, de la inquietud, del error. Nos permitimos aprender y ser sinceros, abiertos, provocadores. Hemos desarrollado un lenguaje común basado en la conciencia de que el teatro es un refugio. Hay confianza y lealtad en nuestro diálogo y eso nos salva de la barbarie.

—¿Hay algún tema que para ti es intocable, inenarrable, indecible?

—Seguramente lo habrá. Y confío en que el espectador de mis obras pueda descubrirlo.

—A tu juicio, ¿qué le falta al teatro cubano?

—Más artistas responsables y más proyectos sólidos. Mejores estrategias de financiación y estructuras de trabajo más eficientes. Proyección internacional y deseo de dejarse fertilizar para     crecer, huyendo del esnobismo. Menos pereza intelectual y mejor gusto. Una institución que vele por la calidad y posea potestad, objetividad y prestigio suficientes para establecer jerarquías.

—Durante la reciente presentación de Epopeya expresaste: «la escribí con una libertad que extrañaba, al no sujetarme a diversos rituales sobre los que sostengo mis obras». ¿Cuáles son esos protocolos y cómo se articulan en tus dinámicas creativas?

—La escritura de mis obras suele estar precedida de un tiempo donde diseño el ámbito de acción: en paralelo con la vivencia, acopio, organizo, dibujo, boceto. Soy un topógrafo empedernido pues necesito tener muy claro el terreno. Luego, la organización de la fábula parte de lo que llamo la dinámica de supuestos: les doy a los personajes ciertas libertades para reaccionar y voy escogiendo el comportamiento que mejor me funciona, es decir, trato de no imponer un esquema previo de estructura para no asfixiar las situaciones. Ello implica rescribir sin tregua. Habitualmente trabajo para elencos específicos, como el de Argos Teatro, y eso requiere técnicamente mucha precisión en lo que respecta al tono, al estilo, etc.

«Epopeya nació de otra manera. Con la libertad y la desmesura del verso libre. Acababa de releer todo el canon trágico griego y me pareció que Hécuba me hablaba directamente a mí, que hablaba de mí y de la Isla. Me lancé a la aventura del lenguaje y la metáfora y así surgieron los paisajes, las biografías y los reflejos contemporáneos de esa historia».

—¿Se estremece el autor con el muy conocido fruto de su creación?

—Solo sé escribir desde la emoción y las heridas. La mayor satisfacción del oficio es que eso fluya a través del elenco y toque al público.

—Una vez escuché decir  que tú no pareces tener «tantos demonios por dentro». Si hubieses tenido la oportunidad de decir algo al respecto, ¿qué habrías dicho?

—Habría invitado a desconfiar aun más.

—En ti es constante la alusión a tu madre, en tanto apoyo, compañía y origen…

—Ella lo es todo para mí, mi espejo, mi faro. Me enseña cada día el amor y la libertad. Nos reímos mucho juntos. La admiro como madre, como ser humano y como escritora. Mi mayor aspiración es compartir con ella todo cuanto hago.

—¿Te consideras un hombre afortunado?

—Busco estar cerca de personas buenas. Tengo mucha fe en que esa es la mayor fortuna.

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