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Y si no te gusta, bajando

Es la telenovela y su anverso. Está el conflicto principal inspirado en la rivalidad familiar, a lo Romeo y Julieta, y, alrededor, arena, espuma y sal aportadas por el supuesto realismo, a una orilla poblada de personajes faltos de interés dramático o contingencia creíble. Porque En fin, el mar ha carecido, hasta ahora, de arpones dramatúrgicos para «enganchar» 

Autor:

Joel del Río

Es la telenovela y su anverso. Está el conflicto principal inspirado en la rivalidad familiar, a lo Romeo y Julieta, y, alrededor, arena, espuma y sal aportadas por el supuesto realismo, a una orilla poblada de personajes faltos de interés dramático o contingencia creíble. Porque En fin, el mar ha carecido, hasta ahora, de arpones dramatúrgicos para «enganchar» a los espectadores (sobre todo en los capítulos iniciales) y el realismo en vertiente romántica y pesquera huele desde lejos a falsedad, como si los diálogos y la visualidad se vieran obligados al anclaje en la vida litoral, sin embargo, el arrecife de lo cotidiano pocas veces resulta natural, verosímil, porque el producto final pretende tributar tanto a la teleserie de corte realista como a la telenovela convencional, y por ello termina suspendido, indeciso, entre ambos propósitos y estilos representacionales.

Según se informa en algunos reportajes, los exteriores fueron filmados en escenarios naturales de Cojímar y Batabanó, pero la intención continuó diluyéndose cuando en los diálogos jamás se mencionan estas localidades ni tampoco sus alrededores rurales o urbanos, de modo que estamos en presencia de un pueblo ignoto de la geografía nacional, donde la inmensa mayoría de los personajes se dedica a la actividad marítimo-pesquera, pero nunca aparecen maestras o médicos, albañiles o manicuras que contribuyan con la imprescindible variedad tipológica, para hacer más creíble y menos neutro el centro temático y conflictual. Evidentemente los guionistas alentaron el loable propósito de discursar en torno a los modos de pensar y vivir en este tipo de pueblos marinos, pero al abstraerse de un entorno concreto, y suprimir los imprescindibles nexos con otras realidades, oficios e interlocutores, pues la obra se enquista en su artificio monotemático.

Más o menos el mismo elenco de actores y actrices vistos en las últimas cinco o seis teleseries cubanas, llenan de nuevo la pequeña pantalla, tres veces a la semana, pero esta vez disfrazados de pescadores, de obreros portuarios, sus familiares y coterráneos. Los más diestros y expresivos nos permiten creer en sus máscaras y disfraces, y en otros casos se percibe el esfuerzo por otorgarles nervio y pasión a personajes con muy escaso relieve dramático y conflictos nimios que aspiran a refrescar el núcleo dramático (Marina y Javier con sus respectivas familias) pero que solo la diluyen y retrasan, con el agravante de capítulos enteros en los cuales apenas aparecen los presuntos protagonistas. También falla el diseño de las contrafiguras, y resultan delincuentes sin ninguna virtud o brujas frívolas e interesadas con muy pocos resquicios de bondad o humanidad. Es increíble que la telenovela nacional vuelva a insultar la inteligencia del espectador con esos malosos de pacotilla, casi siempre cuentapropistas, algunos de ellos interpretados por quienes en series anteriores hicieron los mismísimos papeles con idéntica impostura y ausencia de matices. Porque la exageración y el arquetipo basto reinaron en el diseño de los personajes, y por supuesto se transmitieron vía directa a la dirección de actores, y a una buena parte de las actuaciones.

Entre los intérpretes que recurrieron a la sobreactuación, o a la inopinada caricatura, tal vez como remedios al esquematismo con que fueron concebidos sus personajes, están Enrique Molina, Yazmín Gómez, Yailín Coppola, Rolando Chiong, Susana Ruiz y Erdwin Fernández, entre otros. Ese maestro de actores que es Molina, uno de los mejores histriones que ha dado Cuba, se ve compulsado a interpretar de modo creíble a un padre de familia déspota y posesivo hasta la inhumanidad, pero faltaron matices para equilibrar a su Justino con algunas probidades o ternuras que sin duda hubieran hecho su personaje más comprensible y menos chocante o altisonante.

Similares características tiene la madre y esposa que le tocó a Yazmín Gómez, pero en su caso se optó por un tono de improcedente sátira respecto a los celos, tiranías y egoísmos que «adornan» a este personaje fracasadamente humorístico, en tanto tampoco consigue hacer reír con su afectación y ridiculez. Una buena actriz de teatro como Yailín Coppola acometió la más chirriante de las sobreactuaciones mientras confunde, escena por escena, indelicadeza con chusmería, y desenfreno con vulgaridad, en una serie de salidas de tono que tampoco supieron subsanar, en un personaje que requería delicadeza y complejidad. Los demás intérpretes mencionados en el párrafo anterior se debaten, con mayor o menor suerte, en el arduo empeño de sacar oficiosamente personajes monocordes y desganados, sin fuerza e impacto, puesto que llegó el punto en que a nadie le importa si son buenos, malos o regulares.

Los protagonistas —tantas veces minimizados en una trama que se dispersa en detalles y en personajes superfluos o redundantes— están a cargo de una actriz casi debutante (Dalaytti Martín) y de un actor (Alberto Joel García) que debiera tener mayores y más seguidas posibilidades de lucimiento en nuestra televisión. Es escasa la química entre ellos, y tampoco disponen de oportunidades para demostrar cuánto pueden hacer, juntos, por devenir pareja-imán, galán y damita joven, y así los dos intentan convencernos de un idilio al que le escasean nervio y pasión. Ambos chocan, como todos los demás miembros del reparto, con diálogos la mar de obvios, en los que deberán autodefinirse verbalmente en cada escena, o comportarse de acuerdo con el arquetipo asignado, sin matices, lo cual se agrava en el caso de Javier, puesto que ni siquiera afloran con claridad sus metas y objetos de deseo, por lo que parece inarticulado, indeciso.

Mención aparte merecen Ana Esperanza Jiménez y Belissa Cruz, dos actrices en pleno ascenso y que lograron atribuirle contenida verosimilitud, al nivel de los gestos, las miradas, los detalles, a sus respectivos y secundarios roles. Se impone ofrecer calurosa bienvenida al regreso de Herón Vega y Laura Mora, cuyas capacidades histriónicas daban para mucho más tiempo, y acción dramática, de la que ellos desempeñan con la naturalidad y la gracia que el espectador suele esperar de esta combinación, a veces lograda, entre realismo, melodrama y comedia que impera en el tono interpretativo de las teleseries cubanas. Igualmente, siempre es un gusto ver a Manuel Porto actuando, aplicando toda su ingente profesionalidad a un papel demasiado pequeño para un actor de semejante calibre.

En fin, que esta telenovela o teleserie, significa el regreso a la ambigüedad en cuanto a los códigos tradicionales del melodrama y la comedia ligera, junto con la aspiración por tratar, desde la credibilidad testimonial, un contexto sicosocial determinado. Y tal imprecisión se trasladó, desde el guion de los experimentados Eurídice Charadán y Osvaldo Huerta (quienes lograron notables resultados con Salir de noche), hasta la dirección general de Carmelo Rubio y las actuaciones de casi todo el elenco. Respecto a la fotografía, a veces parece tan atenta al paisajismo, y a la riqueza y autenticidad de las locaciones, que se desatiende el apremio individual, el conflicto privado que debiera desarrollarse al unísono.

El montaje o edición también se desperdiga entre una voluntad narrativa demasiado fragmentaria para una telenovela, pues se intenta cubrir las fisuras entre varias familias y sus respectivas casas o centros laborales, de encartonada escenografía, y exteriores más creíbles, entre los cuales varios actores y actrices lucen ajenos, visitantes extemporáneos a una realidad que no les corresponde. Y tales desajustes condicionaron imperdonables errores de script, pues son demasiado frecuentes los personajes que salen de su casa con una ropa y llegan donde iban con otro atuendo bien distinto.

Me parece funcional y atractiva la elección de la música cubana popular bailable de Ángel Bonne para ponerle apertura y cierre a la serie. Sin embargo, debe decirse que terminó siendo inadecuada por completo la colocación en la despedida de una canción agraciada, contagiosa, pero confirmadora del patriarcado autoritario y del machismo más retardatario con frases como «en mi casa soy yo quien lleva pantalones, que mujeres y niños deben respetarme, pues yo soy el que trabaja y puede alimentarles». Por si fuera poco, más adelante, se escucha: «en la casa, en la calle, yo soy el que lleva el mando» y  «cuida’o con protestar pues la disciplina voy a aplicar. Ese soy yo, y si no te gusta, pues bajando». No queda lugar a dudas, creo.

De cualquier forma, la solución de sustituir la canción ya popular, por otra, y condenar la original al ostracismo, también me parece un desafuero en una televisión que nunca ha logrado liberarse por completo, como la sociedad cubana toda, de conductas y estereotipos machistas y sexistas, y en ese contexto, el tema musical de despedida es otra raya para el tigre. La canción debiera simplemente recolocarse para comentar la trama, con ironía, en los momentos adecuados, porque define con esmero, además de las actitudes del padre machista y tiránico, la sujeción del televidente cubano a un solo dramatizado cubano seriado y en horario estelar, a pesar de sus virtudes y defectos. Ahora es el turno de En fin, el mar, y si no te gusta, bajando…

Laura Moras y Rodolfo Faxas también integran el elenco.

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