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Charada de populismo

Producida en 2011, la telenovela brasileña que estaremos viendo a lo largo de casi todo 2018 pertenece al grupo de las que rescata el componente sainetero del melodrama

Autor:

Joel del Río

Al igual que Donald Trump, el escritor brasileño Aguinaldo Silva empleaba intensamente Twitter para cuestionar, e incluso ofender, a quienes señalaban objeciones a su gestión. Y aunque existen grandes distancias entre el gobierno de la nación más poderosa, y el resultado en pantalla de una telenovela, ambos magnates arremetieron con similar furia descalificadora contra sus detractores. A Fina estampa se le criticaba por excesos caricaturescos, personajes mostrados desde la más frívola exterioridad, y situaciones absurdas, sin sentido.

El autor rebatía los cuestionamientos protegiéndose detrás del escudo que le proporcionaban los muy altos índices de teleaudiencia, y asegurando a diestra y siniestra (a contrapelo de cierta tradición ligada al realismo) que la telenovela no es tesis sociológica, periodismo de denuncia ni reportaje investigativo, y por tanto es improcedente reclamarle sujeción a circunstancias reales o exigirle veracidad y responsabilidad social.

Producida en 2011, la telenovela brasileña que estaremos viendo a lo largo de casi todo 2018 pertenece al grupo de las que rescata el componente sainetero del melodrama (mezcla de humor y moralidad, giros costumbristas, conflictos sentimentales, acción condensada y rápida) y aterrizó con fuerza en el absurdo, con elementos de realismo mágico garcíamarquiano, tal y como operaba la exitosísima Roque Santeiro, en la cual Silva también tuvo alta cuota de responsabilidad. Lo cierto es que para disfrutar al mínimo Fina estampa es preciso separarse por completo del más elemental espíritu crítico, o lógica incredulidad, porque aquí un personaje cae del cielo literalmente, los pobres se vuelven millonarios; y los empresarios, exitosos, con un golpe de lotería que es un milagro propiciado por la virgen de Fátima; los gays estilo bambi juegan voleibol con los machotes prejuiciosos de la playa, y la magnate de un condominio se hace con apodos egipcio-farónicos por parte de su manso siervo Crodoaldo Valério (Marcelo Serrado), entre otros momentos desbocados.

En términos de crítica social, y hasta política, Silva y sus colaboradores (Nelson Nadotti, Patricia Moretzsohn y Maria Elisa Berredo) anulan la posibilidad de discursar con algún rigor sobre temas reales y preocupantes, como la inflamable división clasista o la violencia doméstica. A casi todas las situaciones dramáticas le aplican el tono farsesco, utilizado para convertir en caricatura tanto a los ricos malísimos como a los buenos más que magnánimos (con alguna excepción en cada regla) y así construir más que una telenovela, la parodia de la telenovela. Porque Silva se burla, incluso, de las estructuras básicas que antes le sirvieron de plataforma para crear grandes éxitos inscritos en la historia de este género en Latinoamérica.

Entonces, además del exceso de arquetipos antinómicos que enfrentan a pérfidos y altruistas, Silva decidió aternerse al espíritu de reciclaje, inherente al seriado televisivo contemporáneo, y autoparodiarse. Al igual que en Señora del destino (salida de la computadora del mismo autor) aquí hay una madre leona y abandonada que mantiene a sus hijos trabajando, quien debe elegir entre su marido malandrín y otros dos galanes disponibles (un portugués desaliñado, dueño de un timbiriche, y el elegante propietario y chef de un restaurante de lujo), y también hay una mala que aniquila a sus oponentes lanzándolos escaleras abajo, por mencionar uno de sus crímenes.

Entre las similitudes con Vale todo, se cuenta al hijo interesado y trepador que se avergüenza de su origen humilde, la pobre madre batalladora pero negada por el vástago ingrato; también están las palizas que la veterana buena le suministra a la mala despreciable, como para sofocar a golpes tanta maldad o arrogancia, y en ambas novelas se discute hasta qué punto el dinero y el poder pueden congeniar con la honestidad y la decencia.

Si alguien se pregunta las razones para que Aguinaldo Silva recicle los temas y tipologías de sus telenovelas anteriores, tal vez la respuesta pudiera relacionarse con el agotamiento de la creatividad y con cierta tendendencia al autobombo y el egotismo, comprensibles en uno de los más populares guionistas de televisión que ha dado el mundo. Al igual que en Señora del destino, porque Vale todo parecía más seria, hay varias caricaturas redondas, mayormente concebidas para provocar sonrisas, por lo poco sutil del diseño interior y exterior de tales personajes. Están, por ejemplo, por nombrar casos extremos, la petulante y déspota Teresa Cristina (Christiane Torloni), el machista maltratador Baltazar (Alexandre Nero) o la avariciosa y extranjerizada Tía Iris (Eva Wilma). Por grandes que sean los intérpretes, resulta del todo imposible salvar los esquematismos y sinsentidos de ciertos textos y situaciones, como la injustificada obsesión de la ricachona malévola y vulgar por la pobre diablo menesterosa, bigotona y hombruna (mostacho y masculinidad que jamás resultaron visibles).

Aunque se extremaron en la parodia de la superficialidad de los ricos, el bando de los buenos superlativos también fue presa de la parodia, más suave, como le cuadra a la voluntad demagógica y populista de esta telenovela. Además, las buenas ideas y temas importantes que también abundan en el guion terminaron perjudicados o interrumpidos por subtramas que muy poco aportaron al núcleo dramático, como la cadena de sucesos en el taller de motos (viciado por un par de ladrones), el quiosco playero con su fauna variopinta (mayormente holgazanes y machistas prepotentes), la adolescente que canta funk cuyos gestos y apariencia parecieran, a veces, justificar las peores actitudes del padre…

Pero las dos subtramas más reiterativas, incluso aburridoras, y prácticamente desvinculadas del cauce principal, provienen de la profesora distraída y flechada en secreto por el galán que vive en el balcón del frente, y el conflicto marital a causa de una maternidad por la fertilización in vitro. El romance edulcorado entre el Don Juan y la profesora célibe (Leticia es interpretada por Tania Khalill, y Juan Passarelli por Carlos Casagrande) se asemeja a las comedias románticas norteamericanas de los años 30, pero el tono también leve y sin consecuencias la hace un tanto más llevadera para el espectador que la parsimoniosa crisis de Paulo y Ester (Dan Stulbach y Júlia Lemmertz) a causa de las incomprendidas ansias de maternidad de la mujer y la infertilidad del hombre. La seriedad del tema se inserta mal, y sin demasiada coherencia, con el tono dominante, humorístico y ligerísimo.

Griselda da Silva Pereira (Lília Cabral) es representada cual paradigma de rectitud moral, portadora de valores como la honradez y el amor al trabajo, al prójimo y a la familia; mujer idealista que rápidamente desenmascara el materialismo abstruso de Antenor (Caio Castro), representante, junto con otros personajes, de la visión pesimista e hipercrítica sobre la juventud brasileña. Porque Antenor estudia como un loco pero solo para convertirse en cirujano plástico y volverse rico, y dejar atrás sus raíces y a su familia. Así, varios jóvenes de Fina estampa se ven seducidos únicamente por el rápido ascenso social, o por las zonas más frívolas de las redes sociales, el consumismo y las marcas, y en ese camino su moral se vuelve acomodaticia o se extingue, mientras ceden a cualquier oportunismo o traición. Porque Griselda (otra de las mujeres altivas e independientes creadas por el célebre guionista) parece simbolizar el mensaje implícito en el título: la finura va por dentro, es esencial, y por tanto resulta invisible para los ojos, e incluso suele contraponerse a la imagen exterior, por más que sepamos, por la presentación, que en algún momento ella se verá linda por dentro y por fuera.

Precisamente el título de la telenovela recurre a una canción homónima de Chabuca Granda, versionada brillantemente por Caetano Veloso en un excelente disco también titulado Fina estampa, en 1995. Pero la belleza y fidelidad del notable cantante brasileño con la creación de la reconocida peruana están ausentes por completo del tema musical de apertura y cierre de la telenovela, interpretado al parecer por un aficionado en un pianito de juguete. En general, el tratamiento musical en la banda sonora es pobre, con arreglos siempre instrumentales pero insulsos, que confunden puerilidad con minimalismo, además de que decidieron prescindir de la ingente heredad musical brasileña y latinoamericana que la telenovela regional ha enaltecido de modo considerable.

Porque musicalmente hace falta poca iluminación para dejar que «brille» el guion y se enfatice, más que el espíritu trágico, las soluciones de sainete, las más caprichosas y desatinadas (todos, en lo absoluto todos los misterios, se resuelven o se complican con alguien escuchando detrás de la puerta). Así, se incrementan noche tras noche los niveles de caricatura y absurdo que una parte grande del público disfrutó en Brasil, como mismo ahora sucede en Cuba, porque la audiencia cautiva la entendió como lo que es: despropósito a veces divertido o delirante, pero por completo trivial y olvidable, hasta dentro del voluminoso currículo de Aguinaldo Silva, autor de varias telenovelas memorables. Sin embargo, ya se sabe que ni siquiera los maestros más geniales consiguen dar todos los días una lección extraordinaria.

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