Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¿Por qué se «acordó» de morirse?

Su verbo fue siempre puentear: vivió para reunir territorios, personas, amores, afectos, familias…, y para emocionarnos con su cine. Murió Enrique Pineda Barnet

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

A él, que desde que era un crío había sido, según muchas veces confesó, un mirahueco, un rascabuchador de la vida —de ahí su afición por el cine, aseguraba—, no hubo quien lo hiciera mirar por el lente de aquel microscopio que le llevaron de regalo. Todos tenían puestas sus esperanzas en que Enrique Pineda Barnet, ese grande del séptimo arte, quien nos acaba de dejar para partir hacia la eternidad, continuaría el legado familiar, pero al ganador del premio Goya por ese clásico nombrado La Bella del Alhambra (1989), le daba pánico con solo pensar que aquel anhelo pudiera hacerse realidad.

La verdad es que si se miraba fríamente era lo que tocaba: su tío-abuelo, Enrique Barnet, había sido un destacado científico —colaboró con Carlos J. Finlay en el descubrimiento del agente transmisor de la fiebre amarilla—, mientras que otro hermano suyo llegó a trabajar con Tomás Romay. «Mi abuelo inventó una fórmula anticatarral, en tanto mi padre, quien se divorció de mi mamá y de mí, también se convirtió en médico», contó a Juventud Rebelde el coguionista del aplaudido Soy Cuba, el mismo que decidió adoptar el apellido de su mamá: ese ser visionario y lleno de amor que le obsequió una guitarra.

Para regocijo de la cultura cubana y universal, desde temprana edad el pequeño Pineda Barnet sintió una pasión infinita por el arte, que desembocó finalmente en el mundo del cine, pero que lo llevó a entregarse sin resistencia al teatro y a la radio, donde realizó su primer gran recorrido; a la literatura, las artes plásticas, la música, la danza…

«Mi madre, que siempre fue muy inteligente y tuvo una conciencia extraordinaria de mí, comprendió que yo no iba a ser científico y me regaló una guitarrita barata, con la que di serenatas a todas las niñas de mi barrio, porque por ahí andaba la cosa», rememoró el que fuera principal homenajeado de la jornada de clausura del 38vo. Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en 2016, cuando se le entregó el Coral de Honor por la obra de la vida.

«El festival y su dirección ha tenido la inteligencia, la bondad y la capacidad política de cicatrizar una herida de hace 27 años, cuando se privó del premio de actuación a Beatriz Valdés por La Bella del Alhambra, a pesar de que el público no dejó un instante de pedir justicia. Con este Coral de Honor ha quedado demostrado que cada vez que se resarce un error se está llevando adelante un acto de justicia.

«El Coral de Honor ha significado para mí el rescate de la esperanza. Eso es lindo. Estoy conmovido, y Beatriz también. Es un reconocimiento que abarca a todos los cineastas del país y a todos los cinéfilos porque todos han sido mis corales», apuntó este hombre entonces ya octogenario que andaba involucrado en un proyecto con uno de sus alumnos, Carlos Barba. Se trataba de Mi Virgen de la Caridad, un proyecto del cual hablaba y sus ojos se cuajaban de brillo porque el cine siempre lo llenó de una felicidad enorme.

Es un amor que nació en su niñez, «cuando con tres años miraba las películas y me quedaba fascinado con los personajes. Hasta en mis juegos yo hacía películas. En una ocasión me obsequiaron una profusión de soldaditos de plomo con sus castillitos de cartón, pero nunca los utilicé para hacer: “pum, pum”, sino que montaba un gran show: les ponía ropas y los bajaba por las escaleras cantando. ¡Creaba tremendos musicales!», narraba con una sonrisa en sus labios.

Años después no solo realizó su mayor sueño, sino que nos entregó obras que perduran en el tiempo y que él conservaba en un lugar especial dentro de sus recuerdos. Ese es el caso de David, que tanto lo marcó. «Me sedujo mucho la personalidad tremenda, mágica y paradójica de Frank País: un joven, demasiado joven —tenía mi misma edad—, y yo en la película lo trataba como un contemporáneo. Empecé a encontrar en él lo que yo hubiera sido o, más bien, lo que yo hubiera querido ser. El personaje de Frank País me volcó y me hizo cambiar no poco de mí mismo».

También Giselle le dejó una huella importante. «En esa película tuve que convertirme en maestro de los bailarines, enseñarles actuación para cine. Y eso fue hermosísimo, pues me dio la dicha extraordinaria, el privilegio de tener de alumnas a las Cuatro Joyas y, de enseñar y, sobre todo, aprender, de Alicia y Fernando. Me da pudor decir esto, pero me parecía increíble que pudiera trabajar con estas personalidades y con parte de ese joyero que es enorme».

Puesto a hablar de satisfacciones, tampoco pudo dejar de mencionar el aporte que significó dirigir, por ejemplo, a Raquel Revuelta y a Armando Bianchi en Aquella larga noche, «esos extraordinarios actores que habían sido mis papás en los primeros programas de radio; como mismo en Mella me tocó asumir esa responsabilidad ante aquellos que fueron mis maestros en Teatro Estudio: Sergio Corrieri, Enrique Santiesteban, Armando Soler, René de la Cruz, Ángel Toraño… Igual me sucedió con Pedro Rentería y Salvador Wood en Tiempo de amar

«A veces digo: a mí se me ha olvidado morirme. Todo el mundo me va pasando. Escribí un cuento que se llama Ella dio al desmemoriado (un homenaje martiano), donde hablo sobre ese juego malévolo del destino...», afirmó quien aún conservaba en un sitio muy especial la jícara donde su abuelo, que había sido mambí y corneta de Máximo Gómez, tomaba café.

Su creatividad inagotable también se puede rastrear en Soy Cuba, la primera y única película filmada entre Cuba y la ex Unión Soviética (URSS), en la actualidad objeto de culto, pero cuando se estrenó fue muy incomprendida. Enrique lo explica con el poder que tiene «la magia del tiempo. Si bien dentro de la lata de la película no entraron hormiguitas para cambiarla, cuando uno la destapa, decenas de años después, se percata de que son las hormiguitas de uno las que están distintas. Es uno el que ha cambiado, la vida ha cambiado, las perspectivas de las cosas también, y uno ya no mira igual. La magia está en eso, en el tiempo».

Sin duda, aunque existieron otras, La Bella del Alhambra ha sido el gran musical cubano…

—Antes y después de la existencia del Icaic hubo cine musical en Cuba. Nos lo dicen: Romance del palmar, la imagen de Rita Montaner; después, Cuba baila, Nosotros la música, Suite Yoruba, Patakín… Pero La Bella… —pongámonos vanidosos— culminó una experiencia. Todas estas películas fueron escalones que recorrí, las estudié, las analicé. La Bella... era una deuda que teníamos con el público cubano, y logró un enganche popular muy fuerte. Todavía lo tiene. Siempre se recibe con la misma frescura.

—Ha sido fundador de muchas cosas: de la Uneac, de Teatro Estudio, de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo…

—Te confieso que nunca me ha gustado tener el número uno. No tengo ningún empeño en ser primero de ninguna cosa. En todos esos eventos e instituciones siempre he sido una parte, pero nunca he estado en un lugar primigenio. No me siento cómodo en ese papel. Sin embargo, me place estar en primera fila, porque veo mejor; o de lo contrario, muy alto para mirar desde arriba y proyectarme.

«Pasa el tiempo y a veces uno mismo no tiene la medida exacta y precisa de lo que está ocurriendo en el momento. Cuesta el tiempo para saber que estabas en el instante en que eras un sencillo puntico en un lugar, que luego se convirtió en un espacio significativo».

—Ha dicho que la pedagogía fue un descubrimiento tardío…

—Efectivamente. Fue una vocación que apareció a los 20 años. Yo estaba seguro de que sería artista; de hecho, lo hice saber, lo impuse en mi casa, pero desconocía que era maestro. Y ese hallazgo para mí fue algo superior. No es que sustituya mi tarea de creación, es que el magisterio también lo es.

—Asimismo ha afirmado que tender puentes ha sido su vida…

—No me caben dudas de eso. Ahora que hablo de magisterio te cuento que me encanta preguntar a mis alumnos por sus nombres, pero no me interesa conocer el que le pusieron sus padres y que olvidó fácilmente, sino ese que llevan como energía interior, ese verbo activo permanentemente que habita dentro de cada cual: amar, crecer, vivir, partir, tener, abrazar… Y mi verbo es puentear: vivo para reunir territorios, personas, amores, afectos, familias. Vivo para acercar no para distanciar; para tender puentes, no para levantar muros.

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