Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El valor de la palabra

La pasión por la dramaturgia lo sorprendió a los 12 años, fue en esa atmósfera religiosa y diversa que le envolvía que conoció el mundo de la escenificación

Autor:

Iris Celia Mujica Castellón

Después de varios intentos, logramos concertar el encuentro en su residencia. Es de esas entrevistas inminentes, que deseas no aplazar, así que llamas e insistes. Siempre atento y amable, respondía al teléfono con una voz que sonríe. Le escucho. Tiene una cadencia peculiar y una elegancia espontánea en su modo de decir. Se muestra desde el primer saludo.

Ofrece las coordenadas exactas para llegar hasta él. Habita la cima, piso 18 de un edificio que desviste al Cerro habanero. Dueño de una cortesía galante, invita a pasar. Sabe que he venido por el Premio Nacional de Literatura 2020, pero será de lo último que hablemos.

Eugenio Hernández Espinosa no repara en los pretextos. De cualquier forma, contará lo que quiera contar. Pasa de los formalismos, se entrega al relato de su propia historia y entiendo que no me servirá el cuestionario prescrito. Aprecio, a sus 85 años, una lucidez espléndida. Dirige los giros de la conversación, te envuelve en la trama y te lleva a su antojo del presente a las memorias, de la evocación a los pendientes.

Narra, y puedes verle vivir. Es lo que hace un dramaturgo de su tipo. Lo ves escritor insaciable, detrás de las tablas teatrales. En el barrio, en la esquina, en el jaleo con los socios. Rodeado de actores y actrices, de letrados, de académicos. Está en los rezos cristianos y frente al altar yoruba. Devoto y creyente, materialista y dialéctico. Culto y popular. Es todo a la vez y termina siendo único.

¿Dónde se hace un hombre como este?, me pregunto. Entonces explica con la mayor naturalidad: «Viví en un solar. Mi padre era blanco, muy rebelde, casado con una negra, mi madre. En mi casa no se hablaba de razas, sino del ser humano y de los dioses. Crecí en una confrontación familiar respetuosa, entre monoteístas y politeístas, que me resultaba muy estimulante. Supe del bembé y del toque de santo en experiencia vivida, no leída. Mi padre y su hermana eran espiritistas y a mi madre le hicieron el santo cuando me llevaba en su vientre. No fui obligado a entrar a la santería.

«Estudié en un colegio protestante, Adventistas del Séptimo Día, pero en contradicción me bautizaron en la Iglesia Católica. Una vecina me llevaba, además, a la Escuela Sabática. Aunque no crecí en la extrema pobreza, fui partícipe directo de la marginalidad y el barrio. Yo era también esa marginalidad. Sufrí en carne propia la discriminación. No fui un Cristo salvador en el contexto de los desposeídos, sino uno más. Tenía a mi favor la instrucción y la educación. Puedo decir que absorbí para bien todas esas influencias, libre de prejuicios y estigmas. Por eso mis obras y mis personajes no pueden ser diferentes».

La pasión por la dramaturgia lo sorprendió a los 12 años. Fue en esa atmósfera religiosa y diversa que le envolvía que conoció el mundo de la escenificación. «Las personas cantaban y actuaban en las ceremonias de alabanza, ya fuera para representar pasajes bíblicos o para venerar a los santos. Muy joven comencé a leer la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento, y no tardé en cuestionar algunos preceptos. No comprendía, por ejemplo, por qué Dios, creador del hombre, concibió también la maldad, el asesinato y el incesto. Mis inquietudes resultaban inadmisibles para los profesores cristianos. Fui cada vez más inquisidor, no asimilaba historias como las de Abraham, quien fue obligado a sacrificar su hijo. Nunca recibí respuestas convincentes.

«A estas inconformidades, sumaba profundas discrepancias con el sistema político que regía en la Cuba de mi juventud. Desde mi convicción religiosa, el paraíso había que construirlo en la tierra, así que me integré a la Juventud Socialista Popular a luchar contra Batista. Noche tras noche escribía en las paredes los famosos carteles de “Abajo la Dictadura”. Ahí descubrí el valor de la palabra.

«Esa necesidad de entender el mundo desde la religión, mi carácter crítico, y el deseo de vivir en una sociedad más justa, me condujeron al estudio, a la lectura y a exponer mediante la escritura mis preocupaciones, mis pensamientos, y sin querer, o sin saber, ya estaba creando mi propia literatura. No me propuse ser escritor, solo escribía mucho. Escribía para mí y guardaba los textos. El gusto por el estilo teatral lo adquirí de la Biblia. Después del triunfo de la Revolución pasé el Seminario de Dramaturgia al cual me presenté con una obra llamada Adiós Mañana. Recibí clases de Mirta Aguirre, por ejemplo. A partir de este momento, inició mi carrera como autor».

Siento que exprime los recuerdos cuando habla. Disfruta. Recrea los episodios que protagonizó, nombra lugares y conecta personas con exhaustiva precisión. Debo escuchar cada frase para comprender. Ni los textos consultados sobre su trabajo, ni las obras leídas calan con exactitud al ser humano autor. Ahora entiendo por qué cuando escribió Mi socio Manolo, María Antonia o Calixta Comité, despojó la marginalidad de los estereotipos y la vulgaridad.

Dice que escribe como habla. Parece muy simple. Sin embargo, sabemos que es una técnica compleja. «En estos textos usé los mismos términos que empleaba para conversar en la calle con mis amigos. Eso, a mi entender, le otorgó a los relatos una riqueza verdadera».

Ha dicho que parte de su estética literaria proviene de la Biblia, pero reconoce en él muchas influencias. «Aprendí de varios escritores, algunos leídos y otros conocidos personalmente, como Virgilio Piñera, Carlos Felipe, Abelardo Estorino, Rolando Ferrer, quien también fue mi profesor».

Ha llevado la cultura cubana y la esencia de la mitología yoruba a ciudades de Norteamérica, América del Sur y Europa, donde las audiencias reciben expectantes una propuesta que sobresale por ser bien cubana, «porque esperan ver y conocer a Cuba. Van por lo exótico, lo foráneo. Quieren saber cómo somos los cubanos, cómo es nuestra cultura».

—¿Qué espera cuando entrega un libreto para las tablas?

—No es lo que espero, es lo que siento. Ese ha sido mi mayor temor desde el comienzo. Recuerdo que en una puesta de mi María Antonia, un espectador se levantó del asiento y abandonó la sala. Pensé seguidamente que sobrevendría un éxodo total. Por suerte no fue así. Pero siempre queda el temor. ¿Llegaré o no llegaré?, me cuestiono pensando en el público. Y con el tiempo esa preo
cupación empeora. Creo que ahora es más difícil proyectarme en un texto, me inquieta la juventud, con su apreciación y su nueva perspectiva.

—Algunos de sus textos han sido adaptados a la gran pantalla, ¿qué le ha aportado esta experiencia?

—Seguridad. Cuando vi que Julio García Espinoza llevó Mi Socio Manolo al celuloide tuve la sensación de que mi trabajo era más sólido y consistente. A partir de ese momento comencé a nutrirme del cine y a participar en la creación de guiones, sin abandonar los demás proyectos.

—¿Cuál es el secreto para multiplicarse en tantos oficios?

—¿Secreto? Todo viene con la creación. En ese proceso, uno hace mucho al mismo tiempo: escribe, dirige y comparte el conocimiento adquirido en el afán de enseñar a otros.

—Hábleme de sus nuevos proyectos.

—El más inmediato es estrenar aquí, en Cuba, El elegido con actores cubanos.

Manifiesta su espíritu activo. Su pose es aún la de aguardar, la de entregar. Deja ver su gratitud, piensa que «ha tenido mucha suerte». Recuerda cuando recibió el Premio Casa de las Américas, el de la Crítica, el Nacional de Teatro. Agradece. Sabe del esfuerzo y del tiempo. Una vez aprendió que no existe «talentómetro» para medir la capacidad intelectual o la aptitud para aprender con facilidad o para desarrollar una actividad con eficacia, y fue para toda la vida.

Ahora está convencido de que el honor de haberle concedido el Premio Nacional de Literatura en 2020 quedará igualmente fijado en su memoria. «Lo he visto como un estímulo extraordinario, especialmente para la dramaturgia que ha sido muy obviada en el universo de los premios literarios. Considero que existen muchos otros merecedores dentro de los dramaturgos cubanos. En una suerte de clasificación, siempre nos asocian al teatro. No creo en las definiciones: escritor o dramaturgo, soy ambas cosas. No existe una sin la otra. ¿Podremos excluir a Shakespeare, Esquilo, Eurípides... de la literatura y colocarlos en algún escaño impreciso de las artes escénicas? Soy dramaturgo, soy escritor. Hemos sido muy subestimados y por eso me reconforta este reconocimiento».

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