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Santos Espada y su Poderosa

Un mecánico sale todos los fines de semana en su motocicleta cargado de medicinas y alimentos hacia lo más recóndito de la selva boliviana para repartirlo entre los pobres

Autor:

José Antonio Fulgueiras

BOLIVIA.— Santos Espada, mecánico por oficio y fidelista y guevariano por antonomasia, alista todos los fines de semana su Poderosa y parte cargado de medicinas y alimentos hacia lo más recóndito de la selva boliviana para «repartirlo entre los pobres más pobres de esta tierra».

«A mi motocicleta le puse la Poderosa en reciprocidad con aquella que tuvieron el Che y su amigo Granado cuando eran jóvenes e hicieron un viaje a través de la América donde vieron muy de cerca la pobreza de los indígenas campesinos».

Se pule el rostro enmarañado que descubre en muy pocos espacios el color cobrizo de indio americano.

«Me dejo la barba como un seguimiento a Che Guevara, y además aquí en Bolivia es señal de respeto, y en el mundo también, ¿no?; creo que el que no la tiene es porque no le saldrá».

Arrastra sus 51 años de edad en un cuerpo forjado en la rudeza del trabajo manual y una vida infantil precaria, en la que «lustraba zapatos, vendía picolé (pequeños helados) y cargaba maletines; eso no quiero ni recordarlo…

«Soy vallegrandino y en nuestra patria había mucha discriminación, una guerra siniestra del poderoso contra el desposeído. Ahora con el Gobierno de Evo (Morales) estamos siguiendo la revolución que sueña el comandante Fidel Castro».

En la pared a la entrada de su taller aflora este logotipo: Moto Service «Che Guevara».

«El letrero está ahí desde hace 11 años. Estuve en Chile y me vine de nuevo aquí al oriente de Bolivia; y como en ese tiempo seguían los autonomistas fregando a los pobres, yo lo puse; y si venían a sacudirme agarraba dos cadenas y a ver qué iba a pasar».

Se ciñe a la frente una gorra negra que le roba otro espacio al rostro enmarañado y canoso. Entonces observo que los ojos se le empiezan a humedecer y las palabras a entrecortarse.

«Yo tenía ocho años cuando vi muerto al Che en la lavandería del hospital de Vallegrande. Pasé por debajo de la gente y logré ponerme muy cerca de donde él estaba tendido. En ese momento para mí fue como si mirara a un dios; tenía los ojos abiertos como si estuviera vivo y desde ese instante lo empezamos a ver como a un Cristo.

«La gente hace rezar por él; yo también le he prendido velas acá. Tengo fe en que él me ayude, porque él francamente vino a eso, ¿no?; vino a ayudar a los pobres. Le prendo velas y le pido que me proteja, porque recorro en motocicleta todo mi país».

Frente a su taller se yergue un local de color blanco con un rótulo pintado en rojo: Consultorio y laboratorio clínico. Médicos cubanos. Atención gratuita.

«Tenía una hipertensión severa y fui al consultorio por primera vez. Me hicieron análisis, electrocardiograma y otros chequeos médicos. Había gastado mi plata en las clínicas particulares y nada. Entonces llegué ese día allí y les dije: “Este soldado necesita que lo recuperen para la revolución”. Y gracias a dios me salvaron.

«Hace poco me enojé con un paisano mío que tiene plata y hablaba muy mal de los doctores cubanos. Fui al consultorio y les dije: “Si yo fuera ustedes no curo a ese rico de mierda”; y la doctora me contestó: “Nosotros hemos venido aquí a curar a todos por igual”. La miré y pensé que era una virgen la que me hablaba».

Ajusta la manilla del acelerador de su motocicleta y comenta sin cambiar la vista de su inspección mecánica:

«Conseguí unas áreas de tierra para entregársela a los pobres en plena selva. Yo antes tenía el pelo y la barba más largos y los campesinos creen que soy un pastor. Allí hay gente que adora a Fidel Castro; de como lo conocen no sé, tal vez sea por la radio, porque electricidad no hay.

«Para llegar hasta allá hay que entrar por el pueblo de San Ignacio de Velasco y adentrarse 200 kilómetros en puro monte. Un día de estos voy a invitar a los doctores para que vayan conmigo y así los indígenas conocerán a los discípulos del Che Guevara».

Patea la palanca del arranque y la Poderosa ruge. Él se despide con un gesto sin palabras. Nos quedamos en la acera viéndolo desaparecer por una entrecalle, en cierta semejanza a lo que 58 años atrás simbolizaron, en la Argentina, los padres del Che.

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