Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

A marcha forzada

La Caravana hondureña desnuda perjuicios poco hablados de la injerencia de Washington en el sur

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Van caminando, y toman a veces un eventual trailer que los lleve al menos un tramo, desafiando la desesperación del calor y el apiñamiento en el transporte cerrado. No caben todos pero solidariamente se hacen lugar, y olvidan por unos momentos el cansancio.

Algunos se desmayaron en la frontera con Guatemala por el hambre. Pero resistieron y dicen que no vuelven atrás. Así que es mejor ahora montarse en este mismo transporte cerrado. Al fin, quienes sigan a pie todo el tiempo tendrán la amenaza de la lluvia y el sol, que pueden ser más agobiantes.

Muchas mujeres jóvenes van con los hijos y dicen que aspiran a llegar a Estados Unidos para conseguir trabajo; pero hombres apenas salidos de la adolescencia han confesado que se fueron de su país huyendo de la violencia.

Son casi 2 000 ciudadanos de Honduras quienes, como lo han hecho millares de latinoamericanos a lo largo de décadas, confían en que todo será más fácil en la potencia norteña… Para algo se les ha vendido toda la vida como la nación de la prosperidad.

Pero ellos no van solos ni en pequeños grupos como lo han hecho otros, sino en dos gruesas caravanas. Quienes saben dicen que de ese modo no tienen que pagar el traslado a los coyotes, que expolian su desesperación y cobran entre 3 000 y 5 000 dólares por persona, si no las matan...

Es una historia conocida del Tercer Mundo, sea al sur de Estados Unidos o de Europa, porque las posibilidades en el planeta están mal repartidas. Estos dicen que no viran, y no parece importarles que el Gobierno entronizado ahora en Washington sea el que con más desprecio y saña haya tratado a los inmigrantes al punto de encerrar, luego de separarlos de sus padres, a unos 2 000 menores «ilegales» quienes, en las cárceles —como adultos «malos»—, y ¡hasta en jaulas!, sufrieron no solo la ausencia parental sino los malos tratos contenidos en gritos, e inyecciones con sustancias que los harían dormir y que a no pocos dejaron secuelas.

Pero el sutil aunque trascendente hilo que hay entre la salud y la enfermedad, o entre la vida y la muerte, vuelve a ser nada para  Trump —que menos aún sabe de justicia—, y otra vez está más preocupado en detener a quienes hasta hoy desempeñan en su país las labores que los estadounidenses no quieren.

Los poderosos provocan la estampida social, pero se desentienden. O culpan, con marcadas intenciones políticas, a los demás.

Los mandatarios de El Salvador, de Guatemala y de la propia Honduras ya fueron amenazados por el emperador-bufón con cerrar cualquier asistencia o ayuda a sus naciones, si no los detenían. Algún jefe de Estado ha querido disuadir a los hondureños reforzando los controles en frontera, pero hasta el jueves no lo habían conseguido.

Andrés Manuel López Obrador, presidente electo de México que aún no ha tomado posesión, fue quien con fuerza tomó el toro por los cuernos y les ofreció visas de trabajo en diciembre, al tiempo que criticaba la amenaza del uso de la fuerza contra sus vecinos.

Aparentemente, estos hombres y mujeres que arriesgan sus vidas y las de sus niños llevan cualquier cosa en sus enseres, menos armas.

Pero el Presidente de Estados Unidos, sobre ascuas desde la partida de la primera caravana en San Pedro Sula, no se anda con medias tintas y va a despachar militares a la frontera sur para detener su paso.

Lo publicó en Twitter, que es su pasquín público, y usó letras mayúsculas grandes (como cuando se grita) para dirigirse a algunos: «En adición al freno de pagos a estos países, debo, en los términos más fuertes, pedir a México que detenga este embate. Si no lo logra, ¡convocaré a los militares y CERRARÉ LA FRONTERA SUR!».

Según Trump, las caravanas están llenas de criminales y hasta de líderes políticos, aunque los potenciales migrantes aseguran ante las cámaras televisivas que no: «Él (Trump) bien sabe lo que está pasando en Honduras», dijo uno de ellos.

En lo hondo

Para quienes observan los hechos desde la cercanía geográfica y cultural como el abogado, teólogo y antropólogo Itzamná Ollantay, quien se presenta en la página web de Telesur como un «nómada quechua», la ya conocida como Caravana Hondureña podría ser «el inicio de la visibilización del fenómeno de estampidas centroamericanas, en caravanas, hacia la deseada y temida frontera norteamericana».

«Tanto saqueo, empobrecimiento, corrupción, emprendido por oligarquías y gobiernos impuestos o prohijados por los Gobiernos norteamericanos en la región, ahora, termina expulsando caravanas de migrantes saqueados con dirección a EE. UU. Son los sobrevivientes al holocausto del intervencionismo norteamericano».

Su aseveración parece venir como anillo al dedo, sobre todo, para una nación como Honduras, víctima en 2009 de un golpe de Estado que hilos visibles unieron a Washington.

Los militares secuestraron tras la asonada al Presidente, asolaron, y usaron luego la argucia de la deposición congresional de Manuel Zelaya, en lo que constituyó el primero de los golpes suaves descritos en los libros del Pentágono, que se infligió a Latinoamérica.

Se ha querido hacer ver que Honduras retorna a su cauce, pero nada ha sido igual para la inmensa mayoría que no pertenece a las pocas familias acaudaladas y dueñas de casi toda la tierra y las empresas.

Según fuentes del propio Gobierno, decenas de miles de hondureños van hacia EE. UU. para escapar de la violencia y la pobreza. Es la migración silenciosa de la que habla Itzamná Ollantay.

Fueron coartados los amagos de justicia social emprendidos por Zelaya, un liberal identificado con los cambios que tenían lugar en otros países de Latinoamérica. Y la represión contra líderes políticos y activistas sociales, premiada con la impunidad para sus ejecutores, se encargó de imponer una falsa paz que se da la mano con la delincuencia propalada por la necesidad y la falta de opciones.

A fines del año pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos afirmaba que Honduras es «uno de los países más peligrosos para los defensores de los derechos humanos» y que allí son habituales amenazas, ataques y asesinatos que tienen como víctimas, también, a periodistas y abogados.

A los cuerpos armados, más capacitados gracias a la ayuda estadounidense bajo la premisa de combatir el delito común y el narcotráfico, se le adjudican muchos de esos hechos, entre los que figuraría uno de los asesinatos más sonados: el de la dirigente comunal Berta Cáceres, en marzo de 2016.

«Los actores ocultos durante la crisis provocada por el golpe de 2009 inclinaron a Honduras hacia el caos y marcaron el comienzo de una nueva era de militarización que ha dejado un rastro de violencia y represión a su paso», aseveraban analistas estadounidenses. 

Y planea la falta de confianza en una justicia coartada por el miedo. En agosto pasado, el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), junto a la familia de Cáceres y los abogados, denunciaron que un pacto de impunidad se cierne sobre la causa y que hay negligencia, como parte de «un accionar dirigido a negar la justicia y al ocultamiento de la verdad» que achacaron a las autoridades locales y a la Embajada estadounidense.

No solo buscan seguridad. También se entiende que los hondureños digan que van a EE. UU. por trabajo. Una investigación realizada por especialistas del patio y financiada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid), afirmaba en junio que pese a una alegada inversión de más de 4 201 millones de lempiras (174 millones de dólares) destinada a asistencia social, la pobreza aumentó en el país entre 2014 y 2017.

El 43,7 por ciento de los más de nueve millones de hondureños viven en situación de pobreza y el 23,3 por ciento en pobreza extrema, señalaron.

Trumpeando

A pesar del habitual desparpajo que la ignorancia proporciona al magnate y le libera de presiones, lo cierto es que la Caravana debe estar poniendo en aprietos a Donald Trump, por aquello de lo que pueda costar de cara a las elecciones legislativas que tendrán lugar en noviembre.

Tal vez entrampado entre su eslogan de America First y la adopción o no de una imagen —al menos— de hombre que cree de verdad en los derechos de las personas y es civilizado, Trump reprocha ahora a los legisladores demócratas la ausencia de leyes que le ahorren a él los gritos y pasen cerrojos a las puertas.

El mal viene de lejos. La ausencia de una reforma migratoria que resolviera el estatus de unos 12 millones de ilegales  estaba sobre el tapete desde los tiempos, también tenebrosos y con pocas luces, de George W. Bush.

Pero a ello se suman ahora nuevas avalanchas provocadas, como la hondureña, por el mismo engranaje egoísta del mal orden económico internacional que Washington defiende y proclama.

La Caravana, al cierre de estas líneas, avanzaba. Habrá que ver cuántos llegan al borde fronterizo sur del país más poderoso. Y esperar qué elige Trump: ¿masacre o civilización?

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