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El Che como guardaespaldas

Al costo de sus días, él nos sigue protegiendo a usted y a mí, a hombres aislados y a pueblos enteros, incluidos en la lista algunos que creyeron la mentira de que matándolo lo mataban

Autor:

Enrique Milanés León

Uno escribe porque, a veces, los dedos se hacen puños que golpean, con las teclas, la mentira; porque aprendió con las primeras luces de la vida que no puede dejar que le manchen los símbolos ni tantico así; o simplemente por llevar instalado, entre mente y corazón, cierto resorte automático contra la desfachatez y la injusticia. Solo por eso levanto estos párrafos en la llanura de octubre; a fin de cuentas, el Che Guevara no necesita que lo defiendan.

No, al Che no le hacen falta guardaespaldas. Más bien es lo contrario: al costo de sus días, él nos sigue protegiendo a usted y a mí, a hombres aislados y a pueblos enteros, incluidos en la lista algunos que creyeron la mentira de que matándolo lo mataban.

Más que en los homenajes —que seguramente no le agradarían mucho— la prueba suprema de la vida del Che está en los ataques que aún recibe. ¿Por qué, de quiénes, con qué objeto…? ¿Qué temen de este hombre anfibio que se zambulle en un punto del mapa y, tras asmática apnea compartiendo la áspera suerte de otro pueblo, aparece peleando donde nunca jamás se lo imaginan?

¿Por qué los «vivos», los ladinos que llegan incluso a robarse el Gobierno de un país, se toman tiempo atacando a quien, hasta en la muerte, estuvo décadas perdido, sin tumba conocida? Algo sabrán del asunto Jair Bolsonaro y Jeanine Áñez, dizque presidentes de Brasil y Bolivia —en ese mismo des/orden—, quienes hace unos días se enlodaron atacando al guerrillero.

Resulta que, para Bolsonaro —el militarote frustrado que solo llegó a capitán y hoy apenas «se cuadra» en la reserva—, el legado del Che nada más inspira a «marginales, drogadictos y a la escoria de la izquierda». ¿Cuán marginal será esa izquierda que, pese a traiciones, divisiones, retrocesos, zancadillas; pese a la larga noche neoliberal y a la adicción a la pobreza y a la división inducida desde Washington —el imperialismo es el «camello» que droga a los pueblos con mentiras de odio, para dejarlos inermes— sigue levantando el puño zurdo con terquedad guevariana?

Ciertamente, el Che es un enemigo activo y poderoso para este capitancito de plomo que siente nostalgia por las dictaduras que mataban «a lo grande» cuando él apenas ha podido empujar a su pueblo a la emboscada planeada con el general COVID-19, un militar sin fusil. El Comandante amigo de todo el Tercer Mundo no puede ser agradable para el represor reprimido que llamó «héroe nacional» al jefe torturador de Sao Paulo durante la dictadura brasileña de 1964 a 1985.

Bolsonaro sufre la misma oscuridad mental que su vecina Jeanine Áñez, quien, sin saber lo que es un héroe, tildó de tales a los militares bolivianos que en 1967 asesinaron a un preso, herido y desarmado, solo por ser más grande que todos ellos. Tras robar la presidencia a Evo Morales, Áñez había dicho que «la lección de los bolivianos al mundo con la derrota y muerte del Che Guevara en Bolivia es que la dictadura comunista aquí no tiene paso», una frase curiosa en boca de quien abrió, en tierra de dioses y pueblos indígenas, las puertas al nuevo fascismo xenófobo y racista.

Echando mano al lenguaje vulgar que agota su repertorio, la presidenta de facto dibujó una amenaza de muerte para cubanos, venezolanos y argentinos que llevaría a preocupación si estuviera conectada con el sentir de los 11 millones de bolivianos, pero que así, como chillido a solas y a capella de la falda dictatorial, apenas provoca risa. ¿Habrá oído hablar de la estirpe de Martí, Bolívar y San Martín?  

Ya se sabe que, si es más grande, el miedo se envalentona; por eso, a seguidas de Jeanine, su ministro de Defensa dijo en la misma cuerda chovinista que «Bolivia sigue siendo tierra de valientes y tumba de cobardes». Tendrá, entonces, su panteón dispuesto en esa tierra que nunca fue suficiente para tapar el cuerpo del Che.

Personalmente, le creo más a Evo Morales, el indígena presidente que aún anda con una lanza clavada en la espalda pese a haber sido valiente de veras enfrentando, por su pueblo, al enemigo más poderoso que conoce nuestra época. Con el saludo a la gloria del Che —que él reivindicó en su país incluso contra el servilismo al imperio arraigado por décadas—, Evo afirmó que los sueños de Guevara viven en quienes luchan con pasión y coraje, sin perder la ternura, por mayor justicia social en el mundo.

Ese, el de Evo, sí es el Che que conocemos. El que en la misma época en que Estados Unidos plantaba dictaduras en Latinoamérica llevó a Naciones Unidas el «¡basta!» de esta gran humanidad y anunció que la historia tendría que contar con los pobres. Por defenderlos —solo a cambio de esa caída que seguimos discutiendo— dejó en Cuba todo lo que había levantado a puro golpe de amor.

Se pierde a veces, aparece siempre, jamás renuncia a cuidarnos. Los poderosos y los advenedizos le temen tanto porque, mientras ellos padecen de rápida caducidad, el guerrillero se sienta a diario a la mesa de los pobres. Uno lee las noticias y escribe por simple «enca… loramiento»; él lo merece, pero no necesita que lo defiendan: aun con la pierna rota y el fusil herido, el Che Guevara sigue siendo nuestro mejor guardaespaldas.

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