Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Voto por las palomas

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Si en una de sus tantas ocurrencias el amigo Guillermo, feliz habitante cada jueves de esta página, propusiera un concurso para escoger un animal que simbolice al amor, yo votaría por las palomas.

Sé que por tradición se les ha adjudicado la paz, y que además representan las comunicaciones, pero a lo primero solo responden si son blancas, y a lo segundo si son mensajeras, mientras que para esta nueva misión no importarían atributos: gris o negra, torcaza o fina, todas califican.

Tengo varias razones. La primera es que para muchos adolescentes criar palomas es el primer acto de amor maduro, sublime, desprendido. A veces el único, lamentablemente.

Basta ver las horas que dedican a cuidarlas, entender sus secretos, acariciarlas con suavidad, mostrar sus cualidades con visible orgullo y hacerles confortable una morada que los más osados hasta construyen con sus propias manos.

Y todo eso para vivir la estremecedora esperanza de echarlas a volar en libertad y que regresen al espacio intangible de su cariño. Todo para sentirse, una y otra vez, no dueños, sino destino de ese vuelo enriquecedor.

Otra de mis razones es más bien semántica: me encanta como los brasileños llaman «arrastrar el ala» a ese estado en que uno cae cuando se acerca a una persona que se desea mucho.

¿Quién no ha visto a un palomo cortejar a su elegida? El pico de lado, el ala extendida y suplicante, barre el suelo en círculos alrededor de la «indiferente» emitiendo sonidos cariñosos e insistentes para llamar su atención (que bien pudieran imitar los hombres en lugar de repetir, como hacen algunos, ciertas groserías al paso de una mujer), y luego, en aproximaciones discretas, la llenan de arrumacos y caricias antes de la copulación.

Nadie puede negar el valor de esa ternura, su poder de convencimiento, el disfrute que lleva en sí y que abre la puerta a otros placeres, principio y no fin de cualquier amor.

No hace mucho, en la plaza de San Francisco de Asís —que los capitalinos llamamos Parque de las palomas—, una joven contemplaba el juego amoroso de dos buchonas mientras rehuía los embates incisivamente exploratorios del que supongo sería su novio. Al descubrir mi mirada en la misma dirección que la suya me dijo espontáneamente: «¡qué envidia, eh!».

Y yo le sonreí, más bien triste. Recordaba a esos lectores jóvenes que se quejan de la rápida muerte de sus relaciones, y en especial a un muchacho que nos confesaba mediante correo electrónico un dolor peculiar: no conservaba de ella ni una carta, ni un piropo inocente, ni una flor marchita escondida en algún libro... si acaso el preservativo de la primera vez, pero se preguntaba si eso sería romántico.

También pensaba en los cientos de muchachas que aún hacen libretas de versos para esconder el nombre del amado entre dibujos de corazones, flores ¡y palomas!; en los mensajes que circulan en la red para alimentar al más osado de los sentimientos, y hasta en los ratos que he tenido que esperar en un teléfono público por un adolescente que no logra desprenderse de la novia, al otro lado de la línea, al punto de quedar convencida de que Cupido puede pedir sin pena el uniforme de ETECSA.

Qué distintas esas fugaces «descargas» en las que solo queda el sabor rancio del vino que ha pasado por demasiados labios...

Qué diferentes esas cartas en las que con espanto y piedad compruebo hasta donde ha penetrado el espíritu comercial de la competencia, la obsesión por la pose cinematográfica, el absurdo de buscar manuales para hacer el amor «a una mujer», y no con ella, rutina tan ineficaz para la comunicación como rendirse a las hormonas y luego dar la espalda.

Y en esa carrera se han perdido las etapas que sublimizan toda relación, el cortejo del antes y el después, esa mirada, esa caricia leve, ese intercambio espiritual que también estremece, nutre de emociones y da placer por horas, mientras el orgasmo, dudosa meta a cualquier edad, dura solo segundos.

Aquellos que no han perdido el sentido de la belleza construida —no comprada—, el susto de arrastrar el ala con gallarda picardía, el placer de preparar cada asalto con el regodeo sensual de las mareas, me darán la razón. Y también las palomas.

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