Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Casos y cosas de Mamerta

Autor:

Laura Mercedes Giraldez Collera

La madre de uno es la madre aunque no domine el inglés, se quede dormida cuidando pruebas, le hable a seres no vivos, intente, de forma reiterada, «asesinar» a media familia. Mamerta, como cariñosamente Tata y yo la llamamos, cada noche nos arropa, besa y apaga la luz.

Mi mamá es de esas que si vas a viajar, insiste en prepararte el maletín, y tú confiando en su experiencia y vagueando un poco, la complaces, pero al verificar el contenido del equipaje te das cuenta de que la mitad de lo empaquetado es comida y la otra mitad medicamentos.

Es de las que va contigo a la cuadra de enfrente y lleva agua, toallitas, papel higiénico, dipirona, gravinol, vaso, plato, cuchara, un galón para comprar refresco, un pozuelo por si hay helado y dos jabas de nailon, solo por si acaso. Es también de las que te acompañan al médico o a pasear en un viaje de larga distancia y lleva en su bolso mágico esas mismas cosas, pero en mayores cantidades, solo por si acaso.

Ella pertenece al grupo de las madres que año tras año asisten a los actos de inicio y fin de curso en la escuela, de las que no se pierde una reunión de padres y guarda recortes de periódicos debajo del colchón, porque nunca se sabe en qué trabajo práctico te hará falta el retrato de Maceo o la foto de un corte de caña.

Es como solo mi mamá sabe ser. Tiene una forma especial para hablarte: espera a que te estés bañando para entrar a contar chismes o decir qué decidieron ella y papi sobre la visita del novio, y si quiere aconsejar o regañar, te llama cuando se está bañando ella.

Mi madre tiene tres sayas para trabajar; Tata y yo tenemos sayas, vestidos, pantalones y shorts para los paseos. Un par de zapatos de dos tonos la       acompañaron en el período especial, ahora tiene unas chancletas de goma; Tata y yo tenemos tenis y sandalias, ¡de la tienda!

Con ayuda de la señora que me dio a luz, la Meteorología dejó de ser una ciencia probabilística para convertirse en exacta. Ello fue posible a través de la convivencia con mi mamá, pues está comprobado que el día que ella decide lavar, llueve copiosamente. Es por eso que antes de encender en vano la lavadora, las vecinas llaman a casa preguntando si Caridad (la madre en cuestión), tiene ropa sucia.

Como en la mayoría de los hogares en Cuba, durante los momentos más desesperados la solidaridad de familiares o amigos nos saca del apuro. La mía no es la excepción. En una de esas situaciones, Mamerta, operadora extraoficial de Etecsa en la casa, atendió la llamada de nuestros tíos que viven allá por donde los nuevos vecinos. Tan acostumbrada a su mínimo salario de licenciada hace 25 años, mami se traumatizó cuando escuchó que nos enviaron 200 dólares, el resto de la información quedó en que había que ir a recogerlos a la tienda El fuego, en la oficina de la «Mujer de Yunior».

Luego, transmitió literalmente el mensaje a mi tía, encargada de los callejeos, negocios y compras de la familia. Con la conmoción de la noticia, todos hicieron la lista con las principales necesidades y partieron como Nao a conquistar El Fuego. Al llegar las recibió el CVP, a quien le bastó con que le preguntaran dónde residía la oficina de la «Mujer de Yunior» para que tirado en el piso y ahogado en una risa volcánica, les indicara la puerta en la cual las ayudarían. Con el dinero se solucionaron algunos problemas, y el custodio jamás ha podido hacer guardia en un departamento de la Western Union, pues pierde el conocimiento de un ataque de risa.

El anecdotario familiar de la Alameda no. 32 interior es rico en «intentos de envenenamiento», protagonizados lógicamente por la única mamá capaz de en lugar de vitamina C en gotas darle labiomet (medicina para cerdos) a su hija de dos años, sin haberle sido suficiente que con apenas meses de nacida confundiera su boca con la de la abuela de la infante que la llevaba en brazos, y darle a la pequeña la dosis de metoclopramida que le correspondía a la anciana. No obstante, ocho años después, confundió el jarabe de aloe con la permetrina que debía echarle en el cabello para evitar que se contagiara de pediculosis.

Por lo visto, de mi hermana no es de la única que ha querido «deshacerse» Mamerta, pues años atrás confundió un pomo de ron con el refresco de sirope de mi merienda.

De igual forma su despiste se extiende a otras esferas de la vida social, pues no alcanzándole con ir a impartir clases en pijamas dos veces (por confusión), llegó a dicho centro, entró a la Dirección, miró hacia el escritorio, y educadamente, como le enseñó mi abuela, saludó a un desconocido que allí se encontraba: «Buenos días, ¿cómo está?». Aquel señor resultó ser un busto de un héroe que había sobre la mesa.

Para terminar, pero solo por espacio, no podía dejar de mencionar que en un funeral al que asistió junto a mi padre, mami le dio sus más sentidas felicitaciones a la hija de la difunta.

Y esa es Mamerta, lo mismo te «intenta envenenar» con una pastilla que te alegra el día. Sin embargo, allá, en la beca, cada noche me desvelo esperando el beso de mi madre.

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