Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Decencia

Autor:

Osviel Castro Medel

Quizá una de las mejores señales de la Cuba de estos días sea el rescate del concepto de la decencia, tantas veces pisoteado u olvidado con los años de crisis económica.

Tal signo cobra mayor relevancia en un hecho contundente: ha sido el mismísimo Presidente de la nación, Miguel Díaz-Canel Bermúdez, el principal abanderado de esa idea, cuya raíz viene del presbítero Félix Varela y otros referentes morales de nuestra historia, como Céspedes y Martí.

Por supuesto que no resulta nuevo reafirmar que una Revolución verdadera, aspirante a los mayores peldaños espirituales, debe ser incompatible con la incultura y la indecencia, dos plagas matadoras del civismo.

Desde la entrada triunfal de los barbudos a la capital cubana, aquel 8 de enero de 1959, Fidel sentenciaba que el nuevo proceso de transformaciones debía estar signado por la probidad de dirigentes y ciudadanos.

Más cerca en el tiempo está la memorable intervención de Raúl ante el Parlamento, el 7 de julio de 2013, cuando sentenció que a lo «largo de 20 años de período especial» se había percibido con dolor «el acrecentado deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los problemas de los demás».

En esas palabras, el Primer Secretario del Comité Central del Partido entroncó los males citados con la alerta del Comandante en Jefe en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el 17 de noviembre de 2005, que expresaba la posibilidad de que se autodestruyera la Revolución si no eran superados estos y otros vicios.

Que ahora el Jefe de Estado llame reiteradamente a poner en la cabecera de nuestros actos la decencia, entendida como uno de los valores superiores, significa un nuevo desafío para salvar la virtud en un país que no ha perdido su condición de plaza sitiada y mantiene, por eso y otras realidades internas, estándares económicos que están lejos de los soñados.

Se trata, entonces, de un salvamento difícil, aunque no imposible, después de décadas de erosión en el terreno espiritual y de una tendencia a mantener posturas de silencio ante lo vulgar, lo chabacano y ciertas formas bárbaras.

No podemos olvidar que durante un tiempo pasó a ser visto como normal el «chancleteo» —u otras prácticas afines—; y sus exponentes hasta ganaron méritos o «emulaciones», cuando menos sonrisas, dentro de nuestro entorno.

Ningún valor se rescata con convocatorias, decretos o deseos, una idea que reafirma la complejidad de las personas, siempre distantes de ser ángeles perfectos.

Pero lo peor sería darle la espalda, con hechos y palabras, a este «aguijonazo presidencial», que debería llevarnos a pensar sobre la sociedad que hemos edificado hasta este momento de nuestra historia y cuánto podemos hacer para perfeccionarla.

Acaso lo más elevado en los conceptos del Presidente radica en la persistencia de que resulta una «batalla» colectiva, imposible de ganar sin el concurso de todos, por encima de pupitres en lecciones y reflexiones en los medios públicos.

No deja de ser encumbrado, también, que estos preceptos han vinculado la decencia con el servicio público, en explícita alusión a que el pueblo necesita ser tratado en todos los espacios con amabilidad, cortesía y educación, factores relacionados con el «sello de calidad» y «la calidez humana que hoy necesitan otros y mañana necesitaremos cualquiera de nosotros».

Por difícil que parezca la contienda, debemos buscar todas las armas para ganarla porque, como bien nos advirtió un martiano de la talla de Cintio Vitier, en diciembre de 2006, «la incultura en las formas de vivir es también una esclavitud de la que tenemos que autoliberarnos, sin la excusa de que es un mal contemporáneo universal».

Asintamos junto con este discípulo del Apóstol, que en la «educación de las apetencias», en conectar «la belleza con el bien» y en «mostrar las calidades superiores de la vida y refinar los placeres» están algunos de los caminos irrenunciables para elevarnos como país decente y, por ende, mejor.

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