Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Un elogio cervantino…

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Como una granizada se abalanzan sobre mí. Las preguntas doblegan mis amarras, hacen saltar las jarcias. ¿Cuánto he podido aportar a la gente de mi país, cuántas veces me he conformado, cuántas olas he surfeado, cuánto me queda por navegar? No tienen respuestas fáciles. De los facilismos, estoy harto.

Los libros estuvieron a mi lado desde que nací. Era mi destino. Mi primera maestra fue mi madre: no conozco palabras más hermosas que esas. La curiosidad me la insuflaron las lecturas. Tenía una hermana bailarina y mi viaje de estreno me empujó hasta suelo agramontino. Esther se volvió un cisne frente a mis ojos de niño. Lejos estaba de imaginar que años después el periodismo cultural sería mi perenne desafío.

Quise ser discóbolo, corredor de largo aliento, piloto, explorador, poeta. Como no podía con cada sueño, con cada uno, intenté fundirlo todo. Finalmente dije que sería periodista. No sabía, no tenía la magnitud, cuando entré a las aulas de la Universidad de Oriente. Aquellos profesores tenían mirada larga, ellos y la vida se encargaron de revelármelo.

Fue una de mis compañeras de estudio, en el ascenso al Pico Real del Turquino, quien me habló por primera vez de Dulce María Loynaz. En un descanso, mirando al horizonte. Desde entonces pedí al cielo y a la tierra que conspiraran conmigo para conocerla. Así uniría poesía y periodismo, aunque fuese en contra del abecé de algunos.

Los que cavan trincheras, nunca levantan pirámides.

Y llegó el día. El día siempre llega, si uno lo empuja un poco. Hubo varios noes por el camino, pero siempre aposté a los síes. Fue el 19 de septiembre de 1994. En 19 y E se abría la verja, la cancela, la puerta. He contado más de una vez el encuentro con la nonagenaria escritora, con la Premio Cervantes, que afirmaba tener el látigo en una mano y la rosa en la otra.

Después de hablar de su hermana Flor y de los certámenes poéticos familiares, del premio otorgado por el rey Juan Carlos, de su discurso sobre la risa; sobrevino una confesión inesperada: «Usted me recuerda a mi esposo Pablo». Y sin dejarme respirar, inquiriendo y afirmando a la vez, agregó: «Él era periodista, ¿sabe?... aunque ha pasado tiempo, tanto tiempo».

Un ligero temblor cruzó el aire. Tembló aquel cuerpo de lirio, aquella mente de ceiba.

La autora dedicó a su esposo, el cronista social Pablo Álvarez de Cañas, el último libro de su autoría, Fe de vida. Afirma que es producto de la «prosa vacilante de una anciana», pero ya se sabe que en esa materia no habrá que seguirle a pie juntillas. Como solía ser severa con los demás, empezaba por ella misma.

«¿Cuando se hable de la familia Loynaz, qué frase no debe ser olvidada?», le pregunté en el intento, en el egoísmo de obtener algo que jamás hubiese confesado; pero la escritora me devolvió la estocada: «Joven, me asombra que usted haya pensado en eso. Solo deseo que usted pueda también hallar la respuesta».

Se sabe que Dulce María Loynaz escribió reseñas en el periódico habanero El País. Su libro Un verano en Tenerife es, en rigor, una colección de crónicas de viaje. Hay una frase en este volumen, dedicada al director de un diario de Canarias, que debería inscribirse con letras de oro en las escuelas de periodismo: «Tiene esa mentalidad alerta, ágil, inconfundible del periodista. Sea cual fuere el tema, extrae de él, con precisión de abeja, lo que sirve, y del resto prescinde, va a otra flor».

Un periodista es, por antonomasia, un libador de esencias. Por aquellos que denostan la profesión, ella entregaba su rama de olivo. El periodista individual que era yo, cobró de pronto matices de pluralidad: «Gracias a ustedes seguiremos viviendo, aun después que la tierra nos cubra», me aseguró.

No por casualidad, en el camino de regreso, me asaltó un grafiti que decía: «Nuestras verdades levantan muros». Una mano sabia había enmendado la frase. Si mirabas con atención, podría leerse ahora: «Nuestras verdades derriban muros». En pleno corazón de La Habana, me apreté a la certeza loynaciana, a sus quilates de cubanía, al grito de aquel muro.

Las mentiras y la desmemoria no hacen periodismo, ni hacen patria.

Nunca he salido de aquella casona del Vedado. El elogio cervantino, el reto de la Loynaz, siempre me acompañan. Como una granizada se abalanzan sobre mí. Las preguntas doblegan mis amarras, hacen saltar las jarcias. ¿Cuánto he podido aportar a la gente de mi país, cuántas veces me he conformado, cuántas olas he surfeado, cuánto me queda por navegar?

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