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Alma Máter y el primer abrazo

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La Habana es una ciudad de símbolos. Añorada, controversial y siempre admirada, ha perdido su condición de urbe cosmopolita para convertirse en la capital de todos los cubanos. A pesar de ser la más joven de siete hermanas, cumple este año cinco siglos de fundada. Acompañada por su veladora, La Giraldilla, nadie la imagina sin la Plaza, el Capitolio o el Morro; tampoco sin su emblemática Universidad.

Comenzaba aquella mañana de septiembre. El sol extendía su manto sobre la otrora Colina de Aróstegui. La guagua no llegaba y ya se aglomeraban miles de estudiantes ante la casa de altos estudios más importante del país. Mientras tanto, el ajetreo de los ómnibus y el bullicio de las calles impresionaban a este guanajayense que, al final de la calle San Lázaro, encontró en la Universidad el preludio de una nueva etapa en esta «fragua de espíritus».

Como estudiante supersticioso al fin, ya había escuchado muchas historias de éxitos y fracasos. Mi hermano me lo había dicho: ¡Si quieres graduarte felizmente, no debes subir y bajar la Escalinata el mismo día! y ¡cuando lo hagas tienes que verle los ojos azules a la lechuza que está en la cúspide del rectorado!

Aún me asediaba la duda de con qué pie empezar el ascenso. ¡Con el derecho, por supuesto! Por si acaso, cumplí las recomendaciones al pie de la letra. Desafiantes, ahí estaban ellos: 88 escalones testigos de disímiles acontecimientos de nuestra historia. Ascenderlos, una quimera de los universitarios.

Todos la palpaban. Sobre un zócalo, colocada frente a la entrada del edificio del rectorado, atraía no solo a estudiantes, sino también a extranjeros y personalidades de la cultura. (Yo, uno de los hipnotizados por su encanto). Esbelta, de piel broncínea y amplia túnica, con sus brazos abiertos, era como si nos abrazara la insignia más representativa de la Universidad de La Habana: el Alma Máter.

Al recibir el saludo de bienvenida, solo quedaba un anhelo compartido con todos los universitarios: detener el tiempo en una instantánea ante la cubana Feliciana Villalón y Wilson, joven que hace cien años sirvió de modelo al escultor checo Mario Korbel y, según dicen, nunca antes ni después se prestó a otro artista para esos menesteres.

Desde el mismo recibimiento en el memorial Mella, muy cerca del lugar donde estuvo el día de mi comienzo, hace un año, el Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, el profesor Ángel Pérez Herrero nos exhortaba a ser mejores alumnos, con la esperanza de que alcanzáramos a lo largo de la vida los conocimientos y la cultura anhelada por el Apóstol para todos los hijos de la Patria.

Zarpaba así mi barco, en una «larga» travesía (ahora, de cuatro años) por la añorada madre nutricia de Varela, Céspedes, Villena, Echeverría y Fidel. Estar a la altura de quienes me precedieron, retaba mi vida. Estaba consciente de que la universidad es para los revolucionarios, por eso me acompañaba una idea: tenía que ser como ellos.

Para este provinciano, conseguir el sueño de ingresar a la Universidad de La Habana, era también una oportunidad para rencontrarse con viejos compañeros, conocer a otros, sin duda mañana mejores amigos. Al llegar a la cima, muchas ideas pasaron ante mis ojos. Me imaginaba algún día, junto al Alma Máter, graduado y con título en mano, listo para enfrentar los avatares del mundo laboral… Pero esa ya será otra historia.

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