Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Madre emancipada

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Mis amigas no entienden qué es eso de ser una madre emancipada. «¡Si tu hijo tiene apenas 21 años!», reprochan las incrédulas. «Si aún estudia en la universidad, y, y… ¡y es varón!», reclaman las más atrevidas.

Supongo que en un concurso de supermamis yo sería expulsada por renegar del estatus de alma máter pródiga y convencional. Aun así, confío en que algún día llegarán a entenderse los beneficios de tratar a nuestra prole, nacida en los últimos suspiros del pasado milenio, como adultos de los nuevos tiempos.

Mi «estilo pedagógico» no implicó quemar etapas ni privarle de jugar o hacer cosas propias de cada edad, pero tampoco tiranicé su vida (y la mía) en un fútil intento de vivir por él y comportarme como amiga más que madre, mostrándome insegura en ambos roles, diametralmente distintos.

De tanto repetir que mi niño no era mi objeto favorito, sino un sujeto de derecho, un buen día entendí que la frase se perdía en el aire si no lo ayudaba a ser, por encima de cualquier miedo, el predicado de su propia oración.

Por eso elegí potenciar sus diversos autodescubrimientos en lugar de imponerle mis frustradas vocaciones, y fácilmente me adapté a respetar sus designios en asuntos que estaban perfectamente a su alcance, como la ropa y el pelado que usaría, la relación con su familia paterna, los pasatiempos (incluyendo el buceo a los 14 años, qué pavor), la elección de amistades y paseos, las prioridades al elegir carrera, el cuidado de su salud física y espiritual y una fructífera espera por el amor ideal, a despecho de quienes se burlaron abiertamente de ese añejo romanticismo.

Jamás me ha pesado labrar este surco, en grandes tramos como madre soltera, y la cosecha que vislumbro me ilusiona muchísimo. Siempre que tengo dudas dialogo con él (a veces a gritos, eh, que no soy perfecta) y mientras no me convence con argumentos sólidos, o por lo menos siento que captó los míos, no vuelvo al plano de la contemplación responsable y distante que elegí para crecer con él.

¿Saben cuál fue la parte más crítica en este experimento maternal? Descubrir el momento para dejar de tratarlo como a un menor con poder de cambio y empezar a ver su efectiva adultez, transición muy variable de un individuo a otro y de una familia a otra, tanto que es más fácil «diagnosticarla» con carácter retroactivo, como ocurre también con la menopausia, procesos que muchas veces coinciden y no se facilitan mutuamente, la verdad.

Siempre hay algunas pistas para entender cuándo te adentras en esa segunda fase de relación con tu prole. Primero, mis amaneceres de lunes empezaron a ser más plácidos desde que no madrugo para alistar cinco uniformes. Luego dejó de obsesionarme la fruta de la merienda y empecé a reunir para la laptop que necesitaba en la universidad, y actualmente le pregunto si lleva carné y condones al salir, en lugar de averiguar por lápices y tareas escolares.

La prueba más significativa (aunque cierta abuela patalee de nostálgica desesperación), es que si suena el teléfono ya no pienso que es la novia llamándolo, sino que es él mismo, desde la beca o desde la casa de su amada, para avisar su próxima «visita».

Entonces, amigas (y amigos papás, que también les toca), créanme que me siento tranquila por aplicar una educación basada en consecuencias y no en golpes, castigos o chantajes. Si mañana me importara alguna crítica, será la que él mismo decida compartirme, y créanme también que la recibiré gustosa, porque no va a cambiar el pasado común, pero puede moldear su futura paternidad y sumar pistas a la nueva aventura que cocino en el laboratorio de la vida: cómo ser una abuela seductora en una época que rebosará de pantallas y personas adultas, muchas de ellas peleonas o aburridas.

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