Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Justicia cotidiana

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

Dos décadas atrás, mis únicas referencias sobre un tribunal de justicia eran películas, series y libros policiacos, como probablemente les pase a muchos de ustedes. Mi arquetipo de juez era un hombre mayor, blanco, sedentario, amargado en su elevada soledad, a cargo de recitar castigos y poner orden en la sala, mientras fiscales y abogados conducían al presunto culpable por la cuerda floja de la opinión de 12 extraños, casuales e influenciables.

Así lo imaginaba hasta el 2000, cuando en el barrio que me ha visto crecer me propusieron para integrar la dotación de jueces legos del Tribunal de Regla por un mandato de cinco años. Entonces me enteré de que el modelo de justicia cubano no se parece a esas escenas foráneas, sino que se basa en la ética del pueblo y se nutre de él para funcionar.

Desde el municipio más pequeño hasta el Tribunal Supremo, las decisiones se colegian entre juristas de academia y personas sin formación en Derecho, pero con dominio del territorio, decoro y sentido común para sopesar evidencias, arrojar luz sobre puntos turbios y «leer» estados de ánimo de quienes concurren como parte o testigos en todo tipo de litigios, y quienes denuncian un agravio o se enjuician como responsables de conductas reprobadas por la sociedad.

Desde los rigurosos trámites de selección y preparación, me sentí muy honrada y retada a la vez. «¡Qué pesado llenar un “cuéntame tu vida” tan exhaustivo!», comenté a María Elena, una vecina que también ha impartido justicia en cuatro mandatos. Su respuesta fue mi primera lección en este voluntariado social, entonces nuevo para mí: «Imagínate lo que sentirá esa gente, obligada a ventilar sus asuntos ante extraños para que les quiten o les den la razón».

Cuando acabó mi primera vista oral, un proceso nada afable de divorcio con un hijo pequeño por medio, entendí mejor a Mary y decidí asumir cada caso con humildad, cuestionar día a día mi propia moral para opinar sobre la vida ajena, ver a la gente en sus circunstancias y estudiar las leyes para aterrizarlas, no usarlas como fría camisa de fuerza.

«Serás jueza un mes al año», me dijeron. Luego entendí que no es tan así: aunque pases a tu relevo la vestimenta y los expedientes inconclusos, siempre te quedas con el impacto emocional, las anécdotas, los conocimientos, y crece tu necesidad de fomentar actitudes preventivas en tu entorno. Por eso te pasas el año desplegando alertas y asesorando situaciones delicadas de tu comunidad, amistades y colegas, o te involucras en el activismo por el sano ejercicio de los derechos humanos individuales y colectivos.

Sé que no he sido una figura dócil en mi tribunal, un voto indolente, una mano que firma sin reparo. No es eso lo que nos pide la Constitución ni lo que nos gana el respeto del personal que hace posible la legalidad de los procesos, desde los presidentes de sala hasta las secretarias, piezas claves en nuestra formación.

Más que dar orejas, nuestra función es ser una voz incómoda, cuando sea necesario, y aportar miradas callejeras que refresquen el agobio de quienes dedican todo su tiempo laboral a las pendencias y miserias humanas, y por tanto corren el riesgo de perder de vista las virtudes o azares de cada individuo o juzgarlos por tendencias generalizadoras y experiencias amargas.

Cuando participo de un asunto, sea civil o penal, familiar o laboral, siempre hago uso de mi derecho a escudriñar todo el papeleo antes de subir al estrado y humanizo al ser bajo mi arbitrio, aunque no apruebe sus supuestos actos.

Tal vez desde afuera no se nota porque durante las vistas orales los legos hacemos lo posible por mostrar un rostro neutral y nos mantenemos en silencio (si acaso pasamos un papelito a quien preside o dialogamos muy bajito), pero a puertas cerradas, cada quien defiende en igualdad su interpretación del caso —con obstinación a veces—, y suma en la balanza justiciera sus percepciones subjetivas sobre cifras, artículos, antecedentes, testimonios, vivencias, y su voto es respetado, así sea particular, para futuras revisiones del caso si alguien decide apelar.

De los miles de jueces en activo en Cuba, legos y profesionales, puede que alguno repose su cabeza en la almohada sin preocupaciones, pero siento que el mayor cuestionamiento a nuestros dictámenes emana de la propia conciencia.

Y sí, lidiamos con ese peso, cada cual a su manera. Pero hallamos consuelo en la obra colectiva, aún imperfecta, y salimos con ansias a la belleza cotidiana para tomar bocanadas de pureza y volver a codearnos con las sombras, más que para juzgar, para dar contención a lo que arrastra el ser humano de egoísmo enajenante.

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