Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El otro mundo

Autor:

Alina Perera Robbio

Ya nada será igual luego de que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación forman parte de nuestras suertes y son tan consustanciales como el agua, están en todo cuanto hacemos y por eso a ellas se les atribuye eso que llamamos «cambio de época».

Tal realidad, según veo las cosas, no es buena o mala en sí misma: sus ondas expansivas en cada resquicio de la vida tendrán un impacto que dependerá siempre de la calidad humana de los usuarios. Y así como en la dimensión real hay héroes y villanos, víctimas y victimarios, valientes y cobardes, en el mundo virtual que nos ha nacido hace no tanto y en el cual millones de seres hemos entrado con identidad propia o falsa, también alimentamos los sentimientos y la definición de nosotros mismos.

En Facebook, por ejemplo, hemos nacido con las mismas convicciones y obsesiones del mundo real. Hemos ido haciendo «amigos». Y lo curioso, lo que me inspira a escribir estas líneas, es que algunos trascienden la categoría de amistad entre comillas para convertirse en seres que en verdad nos van haciendo falta.

Hay personas con las que nunca he sostenido un diálogo en la dimensión real y a pesar de eso me siento muy cerca de ellas: los «me gusta» o los «me encanta» (como banderas de apoyo), las felicitaciones en cumpleaños o ante un éxito alcanzado, la tristeza por alguna muerte real o el insulto por alguna situación indignante, los acompañamientos mutuos en apreciaciones sobre el mundo, todos esos estados
de ánimo han ido construyendo lazos que resultan vitales para nuestro espíritu; tan vitales como el saludo o el abrazo que podemos vivir en una esquina del barrio.

En el nuevo mundo, ese otro, el que yo he ido configurando según mis convicciones —y donde los enemigos de las cosas que amo no tienen sentido ni oportunidad—, pueden recalar reflexiones como la que hace no muchos días un internauta me hizo llegar tomando como tema mi segundo apellido.

Según este amigo reciente el apellido Robbio explica, entre otros rasgos, la devoción por mi madre. «Dicen que los buenos italianos tienen el corazón dividido entre la madre y la pareja», ha comentado el nuevo amigo acerca de mis ascendientes. Y a partir de tal definición, empezó a enumerar rasgos de una cultura milenaria a la que estoy conectada: su disertación viajó por la danza, los vinos, por el temperamento alegre pero volcánico (típico de una civilización que conoce de volcanes y hasta ha sufrido lavas lapidarias), la arquitectura que legó coliseos, calzadas adoquinadas, acueductos colosales, el amor por el agua, la pasión por el Derecho…

«Todos los Robbio conducen a Roma», me ha dicho; y con ese modo tan original y respetuoso de tocar a mi puerta virtual, ha encontrado un espacio en mis atenciones, en ese tráfico sin límites, torrente por el cual viajan en ambas direcciones todo tipo de ocurrencias hermosas, músicas predilectas, declaraciones de principios, noticias, saludos y despedidas.

Como el bien y el mal existen desde que el mundo es mundo, la maldad también gusta de solazarse en las redes, al extremo de provocar a veces la reacción martiana de que queramos retroceder ante los hombres como ante un abismo. Eso explica que, al igual que en la vida tangible, tengamos el deber, en el mundo binario, de poner el corazón a buen recaudo, para lo cual siempre hay que estar dispuesto a cortar de un tajo cualquier señal de sordidez.

Si la tecnología se asume con luminosidad, los nuevos rieles de la información nos harán más ricos y hasta más cultos. ¿Alguien pondría en duda de cuánto han servido los universos virtuales en este 2020 de confinamientos y otros desesperos? Como náufragos aferrados al maderamen muchos hemos encontrado consuelos y reafirmaciones en cientos de amigos que no podemos tocar y que aun así pueden obrar el milagro de levantarnos para comenzar el día, o de aliviarnos mientras nos desean el mejor de los sueños, o de bendecirnos, o de ser cómplices de nuestras añoranzas expresadas a través de fotografías personales o de paisajes donde alguna vez nos hemos sentido plenos.

Al final nuestros mundos, el «de verdad» y «el otro», tendrán el color que les pongamos, y la cosecha dependerá de lo que elijamos sembrar. La felicidad, misteriosa y perseguida suerte, habrá de procurarse con igual delicadeza lo mismo en la dimensión de siempre que en la naciente, esa que, lejos de desaparecer, tiende a seducirnos sin límites y amparada en nuestra intrínseca sed de conocimientos.

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