Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Ese señor-cine

Autor:

José Luis Estrada Betancourt

Qué partida la del gran Paco Prats entre no poca soledad. ¿Qué hubiera sido de sus días de adiós sin la vuelta cotidiana de Marlén?, me pregunto; sin la sonrisa de esa hija postiza, el yin para su yang, que no podía darle mucho más que abrigo en estos tiempos de horrible frío. De cierto modo me queda el consuelo de que al menos también se llevó mi abrazo sincero, pleno. Allí, en aquel lugar que no merecía alguien que dio tanto, le volví a decir cuánto lo admiraba y agradecía. Le agradecí por mí y le agradecí por Cuba.

Me hablaba con orgullo altísimo, con devoción infinita, de Elpidio y de Juanito, de Tulio Raggi y El Negrito Cimarrón, de Gugulandia, de esos Estudios de Animación que cuidó más que esa casa que le acabó de joder el tornado, y lloraba. Con dignidad, con gotas gordas que retumbaban en el pecho, en breve silencio, rompiendo nudos, pero lloraba alguien que pudo haber muerto con luces en los ojos.

Me contó su vida, una vez más me confió sus «secretos», mientras aquel perro juguetón y negro como el betún, su último compañero más fiel, me hacía boicot porque le estaba robando a su socio, el que le pertenecía a toda hora, porque el Premio Nacional de Cine ni siquiera poseía un celular, un teléfono simple, que le hiciera competencia. También me entregó el libro que llevaba rato escribiendo, porque sentía que era su deber resguardar la memoria, contar la historia gloriosa del cine cubano, esa que tuvo que ver con su consagración, con su creatividad, su arte, con su eficiencia.

Se puso lindo y posó para mí delante de los valiosos carteles que les dedicara su querido y admirado Padrón, el más grande, me decía, el mejor, para que le tomara sus últimas fotos. Y sonrió para mí.

Como un caballero de los que ya no están de moda, me acompañó hasta la puerta de un edificio que le era ajeno, donde pasaba como un viejo más a punto de colgar el sable. Y antes de la despedida, me confesó su mayor amor por aquella española que le imploró que se quedara, que estaba embarazada de él, pero le juraba que la vida que le crecía adentro se iba para afuera si regresaba a Cuba. Él le pidió una tregua, un voto de confianza, pero ella no podía, no sabía entenderlo. Y como Paco Prats era un hombre de principios, de palabras, tomó el avión que liquidó su sueño de ser padre. Padre biológico, digo, porque ese señor-cine parió más herederos que nadie, muchos ingratos, sí, pero no importa. Aunque ni lo reconozcan ahí permanecerá, en ellos todos, su clara y profunda huella.

Otra vez se le mojaron las pestañas cuando me abrazó en el momento en que decidió cruzar con las fuerzas que ya le faltaban la populosa Diez de Octubre que no entendía ni de COVID-19. Y de ese modo, lentamente, se fue a buscar su pizza, seguro seca y desabrida. Le grité que regresaría para traerle muchos periódicos, pero no me pudo esperar, ya tenía prisa. Y partió, para qué aguardar más... Hasta te entiendo, Paco, pero no puedo evitar que me duela. Me inclino ante ti, Maestro y hombre bueno.

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