Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Los humos de la otra geografía

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Ante el número de adolescentes (y otros no tanto, sobre todo por las dimensiones del carapacho) que andaban por el barrio a nasobuco ausente y bajo la influencia de otros demonios de la pandemia (distanciamiento físico diluido, por ejemplo), una persona se acercó a los padres e hizo un llamado a la mesura.

«Pedí que tuvieran cuidado —contó—. Les dije que tener a los niños en la calle jugando, como si no hubiera ningún peligro, era malo. Que se podían infectar porque nadie sabía quién tenía la COVID-19. La respuesta que dieron fue: Aquí todo el mundo tiene que aprender a cuidarse solo, y si ustedes tienen miedo, tránquense».

Días después sonaba el campanazo de la pandemia. Un ómnibus apareció por una esquina para recoger a varios vecinos sospechosos de estar infectados, y el alarde de «valentía» se trastocó con la reaparición de los nasobucos, una mirada de terror y un ligero recogimiento en los hogares.

¿Qué tiempo duró el aislamiento? Poco o menos del que debiera. Pasados unos días (quizá un par de semanas) la «vieja normalidad» renació con un evidente símbolo de repudio a la prudencia: la muchachada jugando fútbol, voleibol o pelota, o comentándose lo que se tenían que comentar y con el nasobuco por debajo de la barbilla al estilo de una bufanda.

No sería aventurado afirmar que uno de los obstáculos para mantener en control a la pandemia en Cuba ha sido, precisamente, esa impunidad que atenta contra el propósito de lograr un cambio a corto tiempo en la conducta de la ciudadanía e incorporar con rapidez la práctica de las medidas de protección.

Con esto nos referimos en específico al comportamiento cotidiano, a la relación de una persona ante la sociedad y la acción responsable de sus actos: el hacer o decir sin dañar a otros.

La parada, es cierto, se ha subido con la aplicación de los Decretos 30 y 31 de 2021, que elevan el valor de las multas a las violaciones de precios y la infracción de las medidas sanitarias. De los montos irrisorios de antaño y la burla que en no pocas ocasiones generaban, se pasó a cuantías considerables (2 000 pesos como mínimo) y para nada dignas de obviar.

Para que se tenga una idea: a solo cuatro días de iniciada la aplicación de ambos decretos, las autoridades en Ciego de Ávila aplicaron multas cuyo valor superó los 835 000 pesos. Solo por el citado Decreto 31, el cual castiga las violaciones sanitarias, las cuantías superaron los 387 000 pesos en los primeros momentos. A todas luces, algunos bolsillos deben estar echando humo junto con ciertas geografías del cuerpo, como reconoció consternado un infractor.

Pero más allá de las cifras (y los posibles llamados a los bomberos), cabe una pregunta: ¿serán suficientes las multas para cambiar la mentalidad? Afirman los especialistas, sobre todo afines a la sicología, que el castigo ayuda a modificar actitudes cuando permite a la persona recapacitar sobre lo hecho y discernir con mayor mesura entre el bien y el mal.

Sin embargo, y más en el presente pandémico que padecemos, sería una «contravención» de marca mayor imaginar que el multaje es santo remedio a la desidia y la impunidad. No generar motivaciones para el cambio (se ha hecho, aunque no con la debida sistematicidad) y no divulgar las sanciones, implicaría el peligro de, a la larga, generalizar la percepción de que nada ocurre o nada pasaría si yo ando por todas las alamedas con el nasobuco bajado. 

«Aquí no pasa nada», es la frase más común en estos casos, una muletilla con sabor a desdén. Y a peligro.

Por eso la multa, al que le toque, debería hacerse más visible para ver si mueve algo más que la billetera. Porque, a fin de cuentas, es preferible sentir la otra geografía llena de humo a sufrir los síntomas de muerte de la COVID-19.

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