Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Entre el temor y la fe

Autor:

José Alejandro Rodríguez

Incertidumbre, fatales presagios y esa rara soledad del paciente sentí el 18 de septiembre, cuando mi familia me despidió disimulando tristezas fuera del Hospital Naval, adonde ingresé positivo a la COVID-19. No era para menos, con tantas comorbilidades: hipertensión arterial, diabetes mellitus y cardiopatía isquémica en alguien que ha escapado de la Parca más de una vez, quizá porque aún no lo quieren allá arriba y sigue rotando acá abajo por la vida.

Placas y análisis primero, y entrevista al dedillo para saber padecimientos y antecedentes: Un profuso striptease de tu maltrecha salud, hasta que ya abierta la hoja clínica de un destino aún incierto, te internan en la Sala 7mo. F. No duermes esa noche: fuertes dolores de cabeza, malestar como de cien años de quebrantos. Mucho desasosiego, y el fantasma de una complicación martillándote…

Con el alba, la rutina diaria de la sanación entre médicos, enfermera(o)s, técnicos, pantristas y demás empleados de servicio. La medicación, el sondeo permanente de la presión arterial y la glucosa en sangre, placas de rayos X, Tomografía Axial Computarizada. Eres un paciente más, que debe atenuar su impaciencia; una interrogante abierta hasta no saber cuándo, que te marca para siempre.

La doctora Laura Quero irrumpe en el pase matutino con una sonrisa, saludos, preguntas y más preguntas y mimos, que brillan hasta en el azul de sus ojos. Ella y la doctora Massiel Benítez se alternan por días. Ambas tienen apenas 27 años, y asumen la responsabilidad de la sala, vísperas del inminente examen final de la especialidad de Medicina Interna. Pero las urgencias de la pandemia las han obligado a crecerse como experimentadas. Desde que comenzó la COVID-19 están en la Zona Roja como misioneras siempre en riesgo, venciendo dilemas y desafíos de Esculapio.

Pudieran ser tus nietas, pero te resistes a tutearlas. Inspiran respeto por su solidez y determinación. Estudian tus pruebas y resultados. Auscultan a diario tus pulmones, y te insisten en que no están comprometidos, a pesar de las comorbilidades. Te convencen, como una buena maestra de cuarto grado, de que las tres dosis de la vacuna Abdala, el haber ingresado a tiempo y tu optimismo vencerán el virus.

Empiezas a aferrarte, como a un madero en alta mar, a ese desenlace triunfal, a esa obstinación de vencer y no desplomarse. Vale que allí, sanadores y pacientes, se confabulan por la suerte de cada uno, aunque siempre ronda alguna complicación: a alguien que antes jaraneaba a solo metros de tu lecho, una mañana lo trasladan en camilla, con la mirada fija, hacia esa frontera que es la sala de terapia intensiva. Ni le conoces, pero terminas rogando a cuanta fuerza del bien, científica o divina, por esa vida.

La fe en la salvación la comandan, junto a Laura y Massiel, enfermeras y enfermeros que, como ángeles, calman penas y dolores a las horas más caprichosas. O las «seños» que reparten ternura hogareña con el desayuno, almuerzo, comida y meriendas. Y hasta con un vivaz sorbo de café. Esos son también «medicamentos» por «prescripción cariñosa» que te levantan. Tratamientos exitosos para la esperanza.

Y aunque no conoces la experiencia de otros hospitales ante la COVID-19, reparas en que en 7mo. F todo se precipita con una gran intensidad, hasta verte confabulado en una conjura afectiva y atenciones muy cubanas, propias de una familia. Una especie de mecanismo de defensa que desata amistades, confianza y apoyo mutuo en apenas minutos y horas. Y eso nunca se olvida.

En las tardes, asomado al balcón del séptimo piso, te solazas en el paisaje a tus pies de La Habana del Este, con sus signos de vida y la inmensidad del mar; aunque cierta vez volteas la vista hacia un discreto sitio al final de la planta baja: la salida de la morgue, desde donde algún carro de la muerte carga la bolsa oscura de alguien vencido por la COVID-19. Y es cuando te llaman desde adentro, un incitante vaso de leche fría te devuelve a la certidumbre.

Llega el día de la partida, ya con el PCR negativo. Te despides destellando cariño y gratitud a tantos nuevos amigos que seguirán allí, en esa frontera del riesgo que es la Zona Roja. Prometes cumplir la recuperación postrera en casa. Ni imaginas cuánto costaron al Estado cubano tus 12 días de salvación. Y mucho menos podrás medir en cifras ni tarifas, el amor y la protección de tantos que, por encima de sus conflictos y problemas personales, más allá de 7mo. F, siempre estuvieron solícitos y amorosos, a tu alcance.

Algún  día, meditas una vez más, bajando la cuesta del Hospital Naval, habrá que levantar un Monumento al Cubano Anónimo.

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