Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Mi compañero de viaje

El Tintero les propone un fragmento de María Virginia está de vacaciones, Premio Casa de las Américas que publicara Gente Nueva, uno de los textos que se pueden descargar gratis desde Cubaliteraria

Autor:

Sindo Pacheco

Sindo Pacheco (Cabaiguán, Cuba, 1956). Ha publicado Oficio de hormigas (Premio Abril); y las novelas Esos muchachos y María Virginia está de vacaciones (premios Casa de las Américas, La Rosa Blanca y de la Crítica 1994). Es autor, además, de los textos: Mañana es Navidad, María Virginia mi amor, El beso de Susana Bustamante, Las raíces del tamarindo y Un pie en lo alto y otras encerronas, entre otros.

Sindo Pacheco

A mamá no le agradó mucho la idea, lo cual no me asombró. Ella siempre está con el lío de que yo no tengo fundamento ni hago nada que valga dos quilos; pero papá esta vez sí me apoyó, todo el tiempo de mi parte sin dudar en lo más mínimo, si yo era casi un hombre, por qué no, hecho y derecho, qué se figuraba ella. Aunque él no lo decía por defenderme, ni por creer que fuera verdad, sino más bien para que yo le llevara unos tabacos a su hermano Juancín que vive en Guanabo y fuma más que una chimenea.

Así que no esperé por nadie y rápidamente arreglé mi maletín, cuidándome de poner la carta en el fondo, estiradita, con el nombre de María Virginia hacia arriba, y bien envuelta con cuatro nailitos, dos cartuchos y un pedazo de impermeable.

Pero antes de irme debía conseguir un acompañante, ya que como el viaje iba a ser original y aventurero como el mismísimo viaje de Huck por el río Mississippi, debía llevar un acompañante buena gente como Jim, pero que supiera escribir y anotara bien todas las peripecias y los enredos que nos aguardaban por el camino. De esa manera, además de la carta, María Virginia podría un día entretenerse de lo lindo reviviendo la historia de ese viaje y podría darse cuenta, la pobre, de cuánto valía y de lo que había hecho este caballero para demostrárselo.

Así que en cuanto me levanté al día siguiente, caí en casa de Ferna, que era el tipo ideal. Le conté el asunto emocionado porque yo sé que a él le privan las aventuras y los barcos, y seguramente se iba a arrebatar, sí señor, con una idea tan estupenda. En eso tuve razón. La idea le pareció buena, excelentísima en sentido general, pero particularmente él no podía ir, pues tenía que ayudar al viejo a guataquear un arroz.

Ferna es un tipo que siempre tiene que guataquear arroz, pero no le dije nada. Sus padres son un poco viejos y él tiene que ayudarlos.

Una vez fuimos a coger unos limones al patio de su casa, y me fijé que Ferna trataba de arrancar los más difíciles, aquellos que estaban casi en el copito de la mata, mientras dejaba los que tenía al alcance de la mano. Y todo para que siempre hubiera limones bajitos y los viejos no pasaran trabajo ni se hincaran con las espinas. Ferna es un tipo jodedor, pero en su casa se comporta como un viejo de cien años, como si fuera el padre de sus padres.

Por todo eso no le dije nada ni traté de convencerlo.

—Lo siento, compadre —me dijo casi llorando, al darse cuenta de lo que se iba a perder.

—No hay problemas —le dije—. No tienes que ponerte así.

Y ya me iba a ir apenado, cuando Ferna me regaló un lapicero amarillo y una agenda con todos los días de la semana y del mes y del año, para que la historia quedara completísima, con lujo de detalles, puntos y comas, y todos los pormenores que llevan las buenas historias.

—Lo interesante de esos viajes —me dijo— es que hay que hacerlos sin dinero.

—¡Cómo sin dinero…!

—Sí…, teniendo pesos lo hace cualquiera. La gente se pasa la vida viajando de aquí a La Habana y de La Habana aquí con el bolsillo lleno de pesos, ¿y cuándo tú has visto que haya ocurrido algo interesante…? Para que sea una aventura verdadera, con muchos percances y sorpresas y acontecimientos, tienes que ir sin un quilo.

Este Ferna es un tipo original, pero yo llevaba 80 pesos.

—Yo llevo 80 pesos.

—Eso no importa. Llevarlos no importa. Se pueden llevar hasta mil por si se presenta algún peligro, algún incidente con peligro para la vida. Llevarlos es lo de menos. El asunto es no usarlos, a no ser en defensa propia.

Esta idea me gustó más y salí de allí convencido de que ese dinero era intocable. Para estar más seguro me comprometí a no usarlo, no señor, ni en defensa propia ni en defensa ajena ni en ninguna defensa, hasta poner los pies en Guanabo.

Ya iba llegando a casa de Robe, cuando me acordé de que el pobre está últimamente que no sale a ningún sitio, totalmente destruido y amargado por la basura que le hizo Alicia, y doblé rumbo a casa de Silvio Trompetilla con la idea de convencerlo. Sin embargo, el muy embarcador se iba para un campismo ahí y me recomendó ver a los Catetos, que a lo mejor ellos… como nunca habían ido a la playa…

A mí personalmente no me agradó mucho esa iniciativa, pero de todas formas fui a ver a los Catetos, que nunca habían ido a la playa.

Hay padres que solo se ocupan de sí mismos. No se imaginan la falta que hace la playa, lo necesaria que es el agua de mar en la piel y extender la vista hasta el horizonte azul; hay padres que solo se ocupan de jugar dominó y hablar de pesquerías y de pelota.

Los Catetos estaban como siempre: pasándose bolas en la calle con un guante zurdo. Ellos lo único que hacen es jugar al taco y pasarse bolas con un guante zurdo.

Yo di un salto y capturé la pelota.

—Oigan… Ya que ustedes nunca han ido a la playa, ni saben la sabrosura de bañarse en el mar con las olas reventando espumosas contra la arena, ni han refrescado la vista mirando un horizonte enteramente azul, los invito a un sitio donde ni su madre ni su padre han sido capaces de llevarlos nunca por jugar tanto dominó y comer tanta mierda hablando de pesquerías y de pelota… Los invito a ir a Guanabo para que vean lo que es bueno y se den cuenta, so pencos, de todo lo que se han perdido por ser tan sanacos pasándose bolas y jugando tacos el día entero.

Yo pensé que con este discursito no me podían poner ningún pretexto, pero los Catetos son tan malagradecidos que se berrearon, así como así, de buenas a primeras, y me dijeron engreído y alardoso y que a ellos no les hacía ninguna falta ir a esa playa cochina ni un carajo.

Eso último fue lo que me sacó de quicio. Yo me hubiera ido de lo más campante, sí señor, pero lo de la playa cochina no se lo iba a permitir, no señor, frescos como eran. Además, qué diablos tenía que ver la playa con esta discusión; aunque ellos lo dijeron sin fijarse en que María Virginia estaba allá bañándose de lo lindo, pero yo sí lo sabía, sí señor, y no pude perdonarlos.

En la bronca, uno de ellos, que se faja como las mujeres y hasta tiene la cara de jeva y todo, me dio dos arañazos en la cara y una mordida en un brazo; pero fuera de eso, y de un golpecito en la nariz por la que eché un poco de sangre, no me pudieron ni tocar, con excepción de un cabezazo y dos patadas en la barriga ya cuando nos separaban…

Entonces venía medio desalentado, soplándome la nariz, con la cabeza hacia atrás para cerrar la hemorragia, cuando vuelvo a toparme con Mariano Jesusón. Qué tipo más atravesado.

—¿Qué te pasó, Rica?

—¿Te importa? —le dije, porque ya me daba lo mismo prenderme otra vez.

Pero él cambió de tema.

—¿Ya echaste la carta?

Eso lo dijo para que yo me acordara de que él me había hecho ese favor.

—No pude, pero la voy a llevar personalmente —le dije, y en ese justo momento volvió a encendérseme la lucecita de las ideas: si Mariano Jesusón era tan especialísimo haciendo cartas, quién mejor que él para que me acompañara y escribiera los pormenores del viaje.

 

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