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Un obrero llamado Gabo

El Premio Nacional de Cine, Senel Paz, nos cuenta sus experiencias con Gabriel García Márquez, las que están relacionadas fundamentalmente con el cine; y dentro de este, con la Escuela Internacional de San Antonio de los Baños

Autor:

Senel Paz

Mis experiencias con Gabriel García Márquez (Gabo) están relacionadas fundamentalmente con el cine; y dentro de este, con la Escuela Internacional de San Antonio de los Baños; y en esta, con sus talleres Cómo escribir un cuento que impartía cada año con el mayor regocijo. Asistí a uno de los cursos inaugurales, a otro de por el medio, y al último. Al primero como alumno. Lo que dijo Gabo en aquel seminario sobre la creación literaria, la libertad del artista y su relación con el lenguaje, me alimentan hasta el día de hoy. Uno no salía de allí con ideas más claras de cómo contar su historia para cine sino con unas ganas enormes de hacerlo.

La segunda ocasión fui como el pomposo título de «Profesor invitado». Al mediodía lo recogía en su casa cubana del reparto Siboney y nos íbamos en su auto para San Antonio. Aquel extraordinario escritor, Premio Nobel de Literatura, era, al propio tiempo uno de los peores conductores del Boom, el Postboom y la humanidad. Llegábamos al aula, nos sentábamos en rueda con los guionistas y empezaba el trabajo: él abría su pico de oro y no alcanzaban las tres horas para escucharlo. Jamás cedía la palabra a su profesor asistente, y yo feliz, hasta un día cuando, sin previo aviso, se pasó del lado de los talleristas y me pidió que narrara todos los pormenores de la escritura del guión de Fresa y chocolate, desde el cuento que le había dado origen a todo el rollo de la adaptación y la relación con el director y los actores. Fue el alumno que más y mejores preguntas hizo.

Como los deberes del profesor invitado incluían actos fuera del programa docente, organicé recorridos por talleres de pintores cubanos jóvenes y por salas de teatro y de conciertos, cualquier cosa menos escritores. Con los pintores y el teatro no siempre acertaba, pero con la música sí, sobre todo si se trataba de boleros, sin importar cuánto alcohol tuviera dentro el intérprete. De estas visitas salió el proyecto de ilustración de Cien años de soledad a cargo de Roberto Fabelo, sin dudas uno de los más hermosos que se han realizado. También incluíamos comidas, visitas a los restaurantes privados que comenzaban a surgir en La Habana. Un día almorzábamos en uno de estos restaurantes, ubicado en un noveno piso, con el mar por todas las ventanas, cuando entró al comedor la cocinera y dueña de la casa con un teléfono inalámbrico del tamaño de un ladrillo y voceó para todo el salón: ¿Alguien aquí se llama Gabriel García Márquez? Gabo se puso de pie y la señora dijo, extendiéndole el teléfono: «Lo llama el Comandante».

Nuestro último encuentro fue en el último taller. Gabo me llamó y me dijo que David Trueba y yo habíamos sido los «asesores» que más le habían gustado y ayudado en sus clases. No lo dijo por escrito, pero sonaba creíble. Sin embargo, pienso que esta vez la idea de que yo lo acompañara fue de Mercedes Barcha y Alquimia Peña, la directora de la Fundación del Nuevo Cine y amiga de la familia.

El taller duraría una semana y los guionistas ya estaban en La Habana. Mercedes me lo entregaba en el portal de la casa y yo estaba con él seis o siete horas, hasta que se lo devolvía en la propia casa o donde ella me dijera. No estaba bien Gabo en aquellos días, pero empecinado hasta el infinito en impartir el taller que tanto amaba. No quería renunciar a esa felicidad y quizá tampoco reconocer que no lo podría seguir llevando y que este sería el último. Yo recordaba su entusiasmo con los anteriores, la alegría casi infantil con que marchaba a la escuela y su euforia durante el trayecto en el que repasábamos las historias. Llegaba a la escuela exultante, vestido de blanco de pies a cabeza, y se dirigía al aula casi dando saltos y quienes se agolpaban a los lados de la acera para verle pasar podían pedirle autógrafos y fotos y entregarle regalos, invitaciones, novelas inéditas y hasta cartas para Fidel con denuncias sobre esto o lo otro. Las clases no decaían un segundo porque no solo se alimentaban de su saber sino también de su exaltación. Era feliz en cada sesión, rodeado de muchachas y muchachos que terminaban por tratarlo como a uno más y le discutían hasta con los dientes cada trozo del argumento y de los personajes y a veces lo arrinconaban y le ganaban. Yo conocía su técnica y veía que por esta vez no era capaz de ser el García Márquez de los anteriores seminarios, que no brotaba la maravilla. Él también sabía que esto estaba sucediendo y sufría. De cada sesión salía confuso y sombrío. Le costaba inspirarse, retener las historias y los nombres de los participantes. Mercedes notó que algo andaba mal y me pidió que me implicara aún más en el taller, pero esto no era posible porque la gente había hecho un largo viaje y había pagado el curso para tener un encuentro con él, no conmigo. Nadie hacía reclamos, todos se portaron maravillosos, mantenían una actitud de respeto y empezaban a conformarse con estar junto a él un rato y llevarse a casa una foto y el diploma con su firma. En los viajes de ida y vuelta se mantenía callado, o me comentaba, apretándome la rodilla con la mano, cómo y dónde a Fidel y a él se les había ocurrido crear la Escuela de Cine de San Antonio, y cómo Fidel descubrió el sitio justo para alojarla y vino a decírselo, y dónde había ocurrido todo esto. Me lo contó una y otra vez, como si ya no lo hubiera hecho.

Cada día estaba más nervioso y preocupado, dormía mal y empezó a ponerse de mal humor y a protestar un poco por casi todo, lo que no había ocurrido jamás. Así hasta el día jueves. El día jueves llegó al aula y dio la charla más maravillosa y lúcida de cuantas tuve ocasión de escucharle. Armó y desarmó las historias a su antojo, contestó todas las preguntas, hizo muchas y sabias observaciones, con abundancia de citas de novelas y películas, y regaló tres o cuatro secretos que no le había escuchado antes. Aquella clase, en rigor la única del taller, no tenía equivalente en oro y satisfacía por completo las expectativas de todos. Nos dejó hechizados. Pero nadie más feliz que el maestro. En el coche me dijo con falsa modestia: «Hoy la clase estuvo mejor». «Estuvo perfecta», dije yo sin mentir, «la mejor de todas en la historia del taller». Me miró fijo a los ojos para evaluar si le estaba tomando el pelo, pero quedó convencido de que aquello era cierto. «¿Sabes por qué resultó?», peguntó. Se respondió a sí mismo ante mi silencio. «Porque no había hecho los deberes y sabía que tenía que hacerlos. La gente no vino por gusto, vino para que yo trabajara y lo hice: hoy me gané el salario». Yo quizá lo miré con más admiración y respeto que nunca, comprendiendo que esta vez no fue su genialidad sino el sentido del deber lo que metió a su memoria en cintura; no había sido el orgullo del escritor Premio Nobel y mundialmente famoso sino el simple sentido del deber del obrero. Tenía una tarea por hacer y la había cumplido. «¿Y tú?», me dijo, «¿qué quieres saber?; te concedo una pregunta, una sola, la que quieras, si la haces rápido». (...) «¿Cómo se les ocurrió a Fidel y a usted fundar la Escuela de cine?», dije. Se echó a reír. Se rió de mí, de sí mismo, de Fidel y de las hijoeputadas de la vida.

(Texto en versión del autor para JR)

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