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El primer esfuerzo para perder «kilos»

Múltiples dietas se han hecho a lo largo de la historia para enfrentar epidemias de obesidad. Sus orígenes posiblemente se remonten al siglo X, cuando un rey

no conseguía gobernar por culpa de su gordura

Autor:

Juventud Rebelde

En el mundo actual cerca de 1 500  millones de personas son obesas o tienen sobrepeso. Tal «panorama voluminoso» lleva a presagiar el incremento de enfermedades como las cardiovasculares, la diabetes mellitus (tipo 2) y algunos tipos de cáncer.

Después de tener en cuenta esas dimensiones epidémicas con tendencia al incremento, sin despreciar las repercusiones en lo sicológico y lo biológico, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró en 1997 que la obesidad es una enfermedad nueva.

Entre los factores imputables al desarrollo de esta epidemia está la transición nutricional que experimenta la mayoría de la población mundial. Con mayor frecuencia se consumen considerables cantidades de alimentos con alto contenido energético —con altas concentraciones de grasa animal, azúcares y alimentos procesados— y bajos en fibras. Acompañan esta «mala alimentación» los estilos de vida sedentarios.

Si bien la visión de distinguir a la obesidad como un problema de salud pudiera ser atribuible a la época actual —hasta una época relativamente reciente tener «libras de más» era valorado como sinónimo de belleza, bienestar físico y poder—, existió en la historia de la humanidad quien estuvo obligado a apreciarla como un problema. Ese modo de ver las cosas hizo que naciera la primera dieta para «perder kilos».

El rey Craso

Apodado con el sobrenombre de «el Craso» (el Gordo), el rey Sancho I de León fue destronado a causa de su obesidad. Tal episodio, que puede resultar inverosímil, tuvo lugar a mediados del siglo X, en la Península ibérica.

Al protagonista de ese episodio lo caracterizaba su descomunal apetito. Según cuentan los historiadores, el citado soberano realizaba siete comidas diarias con más de 15 platos diferentes.

Sancho I llegó a pesar poco más de 240 kilogramos y era centro de constantes burlas por gran parte de la nobleza. Tal gordura lo incapacitaba para levantarse de la cama y caminar por sí mismo.

El conde Fernán González, su tío, cultivó malévolamente dentro del reino la duda de la continuidad dinástica, puesto que la obesidad impedía al rey exponer públicamente la consumación del matrimonio. En el año 957 Sancho I fue depuesto por las tropas del conde sin posibilidad de brindar resistencia.

El destronado monarca se vio obligado a abandonar León y con la ayuda de su abuela, la reina Toda de Navarra, buscó ayuda en la corte de Córdoba, donde se decía que se encontraban los médicos más prestigiosos del momento. El Califa de esa región, Abderramán III, prometió curar a Sancho a cambio de que este le cediera diez fortalezas si lograba subir de nuevo al trono.

Le envió a su médico personal, el judío Hasday Ibn Shaprut, quien quedó asombrado por la gordura del paciente y le inició un tratamiento que incluía una dieta estricta —quizá en demasía—. Sancho fue recluido en una habitación y amarrado de pies y manos a una cama, solo podía abandonar su sometimiento para dar largos paseos, obligado a caminar aferrado a un andador tirado con cuerdas por esclavos.

Cuando el ejercicio terminaba lo  obligaban a tomar largos baños de vapor. Todos esos ejercicios y baños eran poca cosa en comparación con los hábitos dietéticos que lo obligaban a seguir.

Al paciente le cosieron la boca y solo le dejaron una pequeña abertura para que pudiera tomar siete infusiones diarias elaboradas con hierbas que lo mantenían en una constante diarrea. Es muy probable que Sancho estuviera al borde de la muerte con ese tratamiento; pero inexplicablemente sobrevivió.

Después de 40 días consiguió bajar 120 kilogramos y caminar más de cinco kilómetros sin necesidad de ayuda. Logró asimismo montar a caballo, alzar una espada, y quizá lo que más lo animó a nivel personal fue la posibilidad de yacer con una mujer.

Con imagen y capacidad renovadas enrumbó el camino de reconquista de su deseado León. Las ciudades se fueron rindiendo a su paso hasta que él pudo llegar a la capital que había perdido, donde entonces recuperó el trono usurpado.

Se cuenta que tras su regreso al reino, el antes obeso no volvió a abusar de la caza y se acostumbró a comer muchas frutas. Logró concebir dos hijos que le aseguraban la sucesión del reino.

Pero en el año 966 Sancho I culminó su reinado de una forma inesperada. Se cuenta que fue envenenado con una manzana ponzoñosa que el mismo conde que le había despojado del poder le ofreció en gesto de «reconciliación». Por ese motivo muchos expresan que «la comida selló la vida de Sancho I de León».

La dieta efectiva

Sin llegar a los extremos del tratamiento aplicado al referido rey, durante mucho tiempo proliferaron en el mundo disímiles dietas que perseguían perder peso corporal de forma rápida y fácil. Podría citarse como ejemplo la dieta del té. Esta y otras tenían en común exiguos niveles en calorías y la pretensión de que las propiedades específicas de distintos alimentos ayudaran a adelgazar.

Hoy esos tipos de dieta son empleados raramente y se ha visto que los mejores resultados para bajar de peso se alcanzan mediante modificaciones radicales de estilos de vida de los enfermos, los cuales incluyen la alimentación balanceada (y sana), y la realización de actividad física frecuente.

No resulta fácil persuadir a los pacientes obesos para que moderen sus hábitos alimentarios y aumenten su actividad física. Sin esperar que ellos lleguen al punto de que les suceda una gran desgracia —como la del rey Craso—, siempre es bueno hablar de prevención. Se trata de una opción efectiva y salvadora, por cuenta de la cual emergen políticas y estrategias para evitar la obesidad desde la infancia y la adolescencia.

A lo anterior suele sumarse la promoción de hábitos saludables, como el consumo frecuente de alimentos ricos en agua y fibras (frutas, verduras, legumbres y sopas), capaces de producir saciedad sin aportar excesivas calorías. Y en esas soluciones no debe faltar la actividad física regular. Solo así se podría combatir la epidemia de la gordura sin llegar a excesos peligrosos, como aquellos de la primera dieta aplicada al rey Sancho, quien desde nuestro presente parece un personaje sacado de alguna fábula asombrosa.

 

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