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La seriedad del humor criollo

Se sabe que la hilaridad más efectiva es la que satiriza, sazona con pimienta, fustiga con el látigo de la ironía y el sarcasmo lo mal hecho y lo censurable

Autor:

Frank Padrón

El humor es, pese a lo paradójico que suene la frase, algo muy serio. Entre nosotros forma parte, quizá mucho más que en otros pueblos, de la identidad nacional: el cubano ríe de todo y en cualquier circunstancia; enfrenta conflictos y dificultades cotidianas e históricas con el arma de la risa, el chiste, aquel choteo del que habló Jorge Mañach, el cual nos define en lo cultural y en lo social.

Ello se trasunta artísticamente en la existencia y experiencia de humoristas que, en solitario o agrupados, ofrecen espectáculos televisuales y teatrales que, no por casualidad, figuran entre los más aceptados.

Los festivales Aquelarre, los programas en los que algunos de esos artistas de la risa ocupan más de una hora en cines y teatros, siempre cuentan con respuestas entusiastas y mayoritarias por parte de los espectadores más diversos, desde puntos de vista etarios, culturales y de género.

Pero ahí estriba la shakesperiana cuestión: el ser o no ser, que incide en el «hacer»: cierto intrusismo profesional ha inundado los espacios donde se desarrolla el humor, sobre todo en los cines. No criticamos el hecho de que, ante la imperiosa necesidad de recuperación económica que la exhibición estrictamente fílmica no puede cubrir, las salas cinematográficas sirvan también para otros espectáculos musicales o humorísticos, pero debe primar la exigencia de raseros artísticos mínimos, elementales, que no demeriten el positivo caudal de que en ambos rubros gozamos.

En el humor, que es lo que hoy nos motiva, pululan exponentes que demeritan esa tradición, que ofrecen una alternativa pedestre y negadora de la otra: la que se edifica sobre cimientos verdaderamente creadores, y por ello respetuosos. Se sabe que la hilaridad más efectiva es la que satiriza, sazona con pimienta, fustiga con el látigo de la ironía y el sarcasmo lo mal hecho y lo censurable, con lo cual seduce, y más en la medida que así lo sean su agudeza y elaboración.

En el caso de los seudohumoristas, no solo nos enfrentamos a programas endebles, pobremente diseñados en sus guiones y proyecciones, con chistes viejos y carentes de gracia, sino que estos siguen edificándose sobre las burlas despiadadas a diversidades sexuales, étnicas y raciales.

Ya me referí, en un ensayo titulado «Es mejor reír para no llorar» a la diana favorita de estos negadores del sano humor criollo: homosexuales, pinareños (quienes sustituyeron a los orientales) y negros; esto, que hace unos años se reducía a determinados centros nocturnos, tanto de la capital como, sobre todo, de provincia, ahora inunda esos teatros y cines donde se presentan una y otra vez, con la complicidad o la indiferencia de quienes los contratan.

Y a esos sujetos zaheridos por su maledicencia se suman incluso discapacitados y enfermos.

Afortunadamente, no pocos artistas verdaderos, y por tanto respetuosos, imaginativos y no por ello menos audaces, incluso en algunos casos de alto vuelo en sus propuestas, siguen sacando la cara por el tan rico humor nacional, y da gusto apreciarlos como invitados a espectáculos y galas o centralizando sus propios shows, los cuales, al margen de su alcance puntual, detentan por lo menos una dignidad incuestionable. Pero esto claro, merece comentario aparte.

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