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Madurez para el «Sí»

Estudios realizados en países europeos y latinoamericanos confirman que en las últimas décadas muchos segundos matrimonios funcionan mejor que el primero. Una razón de peso es que los contrayentes suelen ser más afines

Autor:

Mileyda Menéndez Dávila

El mal, por definición, es lo que pone en peligro lo bueno, y lo bueno es lo que percibimos como algo de valor.

 Konrad Lorenz

 

A juzgar por las cifras que comparte cada año la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), casarse no es una de las principales metas de la población cubana. La tasa de nupcialidad (matrimonios por cada mil personas) fue de 5,4 en 2019, y se ha movido alrededor de ese dato en la última década. En el mundo ese valor osciló ese año entre 2,77 en Uruguay y 8,9 en Chipre. Estados Unidos tuvo 6,9.

Vivir juntos, construir un espacio común, compartir tiempo, gastos y momentos de ocio o dolor, sí encaja en el proyecto de muchas parejas. Pero así lleven años juntos, incluso con hijos o propiedades en común, pocas deciden legalizar su contrato de vida porque no consideran necesario ese paso para reafirmar el respeto y la responsabilidad mutua. La motivación para hacerlo es, sobre todo, patrimonial.

En el último Censo de Población (2012), el 31 por ciento de las personas se declaraban casadas y el 28 por ciento en unión no formalizada. El Anuario Demográfico de 2019 (año «normal» antes de la pandemia) reporta que 60 153 parejas firmaron su unión civil en notaría o palacio, la tercera parte con carácter retroactivo.

En ese mismo año se oficializaron 32 909 divorcios, para una tasa de 2,9 por cada mil habitantes: más de la mitad del número de matrimonios efectuados. Solo el siete por ciento de esas rupturas fue en zonas rurales del país, el resto en ciudades y pueblos.

De ese total, 2 780 eran muchachas y 1 195 varones de hasta 24 años en el momento de divorciarse. Al casarse, 13 360 chicas y 8 412 chicos tenían esas edades.

¿Señalan esas estadísticas que las personas no respetan la institución del matrimonio, no se comprometen a fondo o no aman con fuerza suficiente para alcanzar el «felices para siempre» que venden tantas películas?

Si fuera así nadie se casaría nuevamente, y del total de ceremonias realizadas en el año citado, poco más del 23 por ciento se casaban por segunda vez y el tres por ciento por tercera o más, cifras casi parejas entre hombres y mujeres.

En general hubo 931 hombres más, pero si se desglosa por edades, la diferencia cultural es notoria: fueron por su segunda boda 560 muchachas entre 15 y 24 años, y 158 varones entre 19 y 24. Para más sorpresa, 22 y 11 iban por la tercera vuelta en esas mismas edades. ¿Serían esas decisiones maduras? Da para pensar…

Preconceptos discutibles

Para el sicólogo cognitivo Walter Riso, creer que el amor es infalible es, además de infantil, una falacia. Por eso respeta a quienes deciden romper un lazo social que ya no tiene sentido ni para sus integrantes ni para la sociedad (como suele decirse en la sala Civil de los tribunales), y no critica a quienes, tiempo después, retoman el plan matrimonial cuando las circunstancias les motivan.

Estudios realizados en países europeos y latinoamericanos confirman que en las últimas décadas muchos segundos matrimonios funcionan mejor que el primero. Una razón de peso es que los contrayentes suelen ser más afines: no se unen por mera pasión erótica o compromiso de sus padres, sino porque desean compartir roles de cuidado y apoyarse en proyectos individuales que aporten al bienestar colectivo.

Aunque suene poco romántico, para firmar papeles es mejor priorizar compatibilidad de valores —coincide con Rizo la terapeuta argentina Olga Tallone— y esa madurez no siempre descuella en los primeros amores. Otras voces expertas adicionan la conveniencia de consolidar un patrimonio material y espiritual a largo plazo, dejando claro desde el principio a quien pertenece cada bien en caso de extinguirse la comunidad matrimonial.

Eso sí, ni en primera ni en segundas vueltas es realista llegar al matrimonio con un único concepto prestablecido de lo que significa ese vínculo, tan distinto en cada región, etapa, cultura, pareja y edad.

Un matrimonio falla cuando cada persona deposita en la otra la obligación de hacerle feliz a costa de su propia felicidad. Aunque se desee cumplir esa meta, en la vida cotidiana nadie puede darte algo que debería nacer de ti, y además, no es sano sacrificarse en el altar del ego ajeno a cambio de que ese otro cuerpo, su tiempo y sus emociones pasen a ser tu propiedad, y viceversa.

Un pensamiento rígido, intolerante, autoritario, ciegamente apegado a la tradición y en muchos casos maniqueo y hostil, es para Riso una barrera mental, un mal de época, un factor incapacitante para un buen matrimonio.

Puede llegar a ser incluso una patología que cosifique al otro. O a otros, porque hay personas que se sienten en el derecho y el deber de pautar la vida ajena y caen en fundamentalismos morales sobre cuándo o cómo deben unirse a la luz pública otras parejas, practicar el coito, tener descendencia o mostrar afecto ante los demás.

Tales preconceptos devienen prejuicios que no pocas veces mantienen aparentemente a salvo uniones disfuncionales o preñadas de violencia, engaños, triángulos amorosos y otros conflictos con los que nadie contaba al firmar.

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