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Gibraltar: La roca de la discordia

España aboga por que se le devuelva; Gran Bretaña, por concederles más autogobierno a los nativos, y estos, por no reconocer jamás la soberanía española

Autor:

Luis Luque Álvarez

Mientras haya monos de Berbería en el Peñón de Gibraltar —lo dice cierta superstición popular—, ese lugar estará en poder de los británicos. Por ello, cuentan que el primer ministro Winston Churchill alguna vez dio la orden de no permitir que el número de esos simios disminuyera a menos de 30.

Pero el futuro de ese pequeño trozo de tierra, que un día fue española, no tiene nada que ver con macacos o con hados inescrutables. Un pasado de guerras entre potencias europeas —una en declive, España, y otra en ascenso, Gran Bretaña— deja una caprichosa impronta de enredos, que a más de tres siglos de iniciado el problema involucra además a una población, con identidad propia, muy fuertemente vinculada al Reino Unido.

Localizado en la costa sur española, Gibraltar es una pequeña península de apenas 6,5 kilómetros cuadrados, sin recursos naturales, pero indiscutiblemente en una posición estratégica, pues domina la entrada al Mediterráneo. Desde 1946, Londres la registró ante la ONU como «territorio no autónomo», cuya política exterior y defensa es asumida completamente por su potencia administradora, y posee un gobernador nombrado por la reina de Gran Bretaña, quien es su jefa de Estado.

La otra lista en la que figura es la de territorios sometidos a descolonización, desde 1963. En 1968, la resolución 2429 de la Asamblea General de la ONU instó a poner fin al estatus colonial del Peñón en 1969; sin embargo, como se diría en buen criollo, «estas son las santas horas...». De hecho, ante la ausencia de resultados, la máxima instancia internacional recomienda desde 1975, año tras año, que Madrid y Londres resuelvan el asunto mediante contactos directos.

Pero ahí está aún el problema, como muchos de los que ha dejado regados la «antigua gloria» de las metrópolis europeas...

COGER LA MANO, EL ANTEBRAZO, EL CODO...

Gibraltar fue ocupado en 1704 por la flota inglesa, al mando del Almirante Rooke. En 1713, mediante el Tratado de Utrecht y por presiones del rey francés Luis XIV, el monarca español Felipe V cedió a Gran Bretaña «la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortalezas que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno».

Otro aspecto del acuerdo, el artículo X, estipula que «si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciere conveniente dar, vender o enajenar, de cualquier modo la propiedad de la dicha ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla».

Estos dos puntos son de crucial importancia para comprender la dimensión del asunto.

Respecto al primero, una pincelada literaria de Alfredo Panzini (Italia, 1863-1939) lo ilustra graciosamente con una situación análoga. En el relato humorístico Las ostras de San Damián, el protagonista refiere que el camarero «me condujo hasta una mesa retirada y casi libre, pues solo la ocupaban dos ingleses silenciosos, atareados en comer, si bien con tanta distinción que daban la impresión de estar engullendo píldoras de farmacia. De cuando en cuando decían yes, y yo no podía dejar de reflexionar cómo estos ingleses que comen con tanta finura y recato, luego se tragan con tanta voracidad naciones enteras».

Y algo de este buen apetito hubo también en Gibraltar, toda vez que el Tratado de Utrecht otorgaba a Londres «la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar», pero en la práctica, las autoridades británicas fueron apropiándose paulatinamente del istmo que une al Peñón con tierra firme, y que no estaba incluido en el pacto.

En 1909, Gran Bretaña levantó una verja al norte de esa estrecha franja de tierra, y se apropió de otros 850 metros, en los que construyó incluso un aeropuerto, para lo que tomó terrenos al mar en la bahía de Algeciras. Hoy el área ocupada ilegalmente en el istmo es de un kilómetro cuadrado. Un pedazo ayer, otro hoy, otro mañana...

En segundo término, aparece el tema de la soberanía. Según el texto de 1713, si un día Gran Bretaña decidiera renunciar al Peñón, está en la obligación de ofrecerlo en primera instancia a España. Y es aquí donde entra un tercer elemento, no existente en tiempos de la conquista de «la Roca»: la población nativa, cuya voluntad, expresada en dos referendos —en 1967 y 2002— es que no se comparta la soberanía entre Londres y Madrid, y mucho menos se devuelva el territorio a esta última.

Cierta semejanza aparece aquí con el conflicto en Irlanda del Norte. En los seis condados norirlandeses prima hasta hoy un mayoritario segmento de población pro-británica, descendiente de colonos escoceses llegados desde el siglo XVI, y por supuesto, no se sienten parte de la identidad irlandesa. Su hogar originario es el Reino Unido, por tanto, conciben al Ulster, el territorio irlandés donde viven, como parte inseparable de Gran Bretaña.

Así pasa en buena medida con los gibraltareños. En ambos referendos, más del 95 por ciento de la población —un tercio de esta nacidos allí— optaron por seguir siendo británicos. Un censo de 2004 demostró que la abrumadora mayoría de los 27 884 residentes del Peñón (según datos recientes, hoy son 28 750) ha ejercido su derecho a la ciudadanía británica.

Luego está la pregunta «de las 64 000 libras esterlinas»: si algún día la soberanía del territorio regresara naturalmente a España, ¿cómo habrá de entenderse Madrid con ciudadanos que no poseen ningún sentido de pertenencia a ese país?

ALGUNOS ACUERDOS, NO MÁS

La frontera entre España y la colonia británica. Las relaciones entre España y Gran Bretaña disfrutaron de mejores aires una vez superada la etapa de la dictadura franquista. Así, en 1984, ambos gobiernos acordaron el restablecimiento del libre tránsito terrestre de personas, vehículos y mercancías entre Gibraltar y el territorio vecino, suspendido en 1969, a raíz de que la reina Isabel II otorgara a la colonia una Carta Constitucional.

En el preámbulo de ese texto se expresa que «el Gobierno de Su Majestad ha dado seguridades al pueblo de Gibraltar, de que Gibraltar seguirá siendo parte de los dominios de Su Majestad», y que Londres «nunca concertará acuerdos en virtud de los cuales el pueblo de Gibraltar pase bajo la soberanía de otro Estado contra sus deseos expresados libre y democráticamente». A saber, que no importaban mucho los derechos territoriales de España.

Puntos de fricción como estos no han faltado. Y tampoco avances. Uno de los más reconocidos ha sido la creación en diciembre de 2004 de un foro tripartito entre Madrid, Londres y las autoridades gibraltareñas, en el que cualquier acuerdo sobre Gibraltar debe contar con la triple aceptación, y cada uno posee el derecho de proponer los temas de debate. Todo bajo un precepto: no se cuestionan las posiciones de principio de cada parte respecto a la soberanía.

Y como hay una en cada tiempo, la tormenta de este momento es una reforma a la Carta Constitucional gibraltareña, que debe ser sometida a referendo próximamente. Según ambiciona el gobierno del Peñón —encabezado por el ministro principal Peter Caruana, socialdemócrata—, si el texto se aprobara, avalaría un eventual «derecho a la autodeterminación» y la salida de Gibraltar de la lista de territorios no autónomos de la ONU.

Concertado el borrador del documento entre Londres y los partidos políticos gibraltareños el 17 de marzo pasado, España ha hecho saber su oposición a cualquier fórmula que avale la independencia de un territorio que, según el Tratado de Utrecht, debe devolvérsele; mientras que el Reino Unido, en carta de su entonces canciller Jack Straw a su homólogo español Miguel Ángel Moratinos, el 28 de marzo, le ofreció garantías de que «Gibraltar seguirá siendo un territorio no autónomo del Reino Unido».

Al menos en este instante, es un dato positivo el avance de algunos proyectos tripartitos. Se trata de acuerdos sobre el uso por parte de España del aeropuerto ubicado en el istmo, así como el pago de las pensiones a los trabajadores españoles que quedaron en la calle tras el cierre de la verja en 1969, entre otros asuntos. Coincidentemente, el pasado jueves, el diario español El País reportaba progresos en el tema del control a los pasajeros que aterricen en la terminal aérea.

Referendos, convenios, intervenciones de la ONU, progresos, retrocesos. Y todo ello por la tozudez original que acompaña la retención de un pedazo de roca infértil en tierra ajena.

Un problema más, de los muchos que ha empollado el colonialismo...

Paraíso fiscal «limpio»

En tan reducido espacio geográfico, la economía gibraltareña depende fundamentalmente del turismo (con siete millones de visitantes anuales), el transporte marítimo y las actividades financieras, amparadas en los bajos o nulos impuestos de que gozan las compañías en el que es considerado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) como un paraíso fiscal.

No obstante, las autoridades gibraltareñas aducen que un control «riguroso» impide la utilización del enclave como centro de blanqueo de dinero, afirmación que respalda nada menos que el FMI.

Gibraltar es parte de la Unión Europea, en calidad de territorio europeo no autónomo, cuyas relaciones exteriores maneja otro Estado miembro. Sin embargo, no está incluido en la Unión Aduanera ni en la Política Agrícola Común del bloque.

Fuente: Wikipedia.

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