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Después de Serbia, ¿quién llorará?

La ilegal separación de la provincia serbia de Kosovo constituye un fatal precedente para aquellos países con minorías nacionales

Autor:

Luis Luque Álvarez

Este albanokosovar deja clara la intención de la «independencia»: pone en su negocio las banderas de Albania y Estados Unidos. Foto: AP «Hay decenas de otros “Kosovos” por todo el mundo, que esperan que el acto de secesión (de esta provincia serbia) se haga realidad y establezca una norma aceptable», expresó el presidente de la República de Serbia, Boris Tadic, ante los 15 miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, el pasado 18 de febrero.

El mandatario deploraba así la ilegal declaración unilateral de independencia de Kosovo-Metohija (su nombre oficial), aprobada un día antes por el Parlamento local, donde son mayoría los políticos de origen albanés, algo muy a tono con la composición demográfica del territorio, en el que el 85 por ciento de sus habitantes son de la mencionada procedencia, mientras que los serbios constituyen solo un ocho por ciento de la población.

Bastante se ha hablado por estos días sobre la flagrante violación del derecho internacional que significa este paso de las autoridades albanokosovares (claro, amparadas por una grata palmadita de Washington en el hombro). La primera víctima es la resolución 1244 del Consejo de Seguridad de la ONU, de 1999, que estipula «la adhesión de todos los Estados miembros al principio de la soberanía e integridad territorial de la República Federativa de Yugoslavia», y la otra, el Acta Final de Helsinki, un documento que fija la inmutabilidad de las fronteras resultantes de la Segunda Guerra Mundial, a menos que las partes implicadas decidan, de mutuo acuerdo, alterarlas. Lo que no ocurrió ahora.

Y bien, ¿de qué otros «Kosovos» habla Tadic? Desde un criterio geográfico, por supuesto que de ninguno más, pero si definimos el asunto conceptualmente, podríamos dar con lo siguiente: un «Kosovo» podría ser un territorio en el que una minoría étnica decide, por el simple hecho de ser mayoría en esa región específica, mandar a paseo a las autoridades nacionales, desconocer la soberanía del Estado del que forma parte, y tomar el control absoluto de la zona, con un gobierno, una bandera, un cuerpo policial y una representatividad internacional propia.

Es lo que ha sucedido. Kosovo-Metohija constituye la cuna de la cultura y la identidad de los serbios, decenas de miles de los cuales fueron desplazados de allí en el siglo XVII ante el empuje del Imperio Otomano (un vacío aprovechado por los albaneses musulmanes), pero quedó internacionalmente reconocido como parte de la Yugoslavia moderna y de la República Serbia, heredera de la anterior.

Se entiende, pues, que Kosovo fue y es sencillamente una provincia, y no tuvo jamás el carácter de república, de entidad nacional independiente, como las que componían la antigua Yugoslavia: Bosnia-Herzegovina, Croacia, Serbia, Eslovenia, Macedonia y Montenegro, la mayoría de ellas convertidas en Estados tras un desafortunado manojo de guerras en los años 90, atizadas por los reconocimientos apresurados de Occidente a cada una de las que, por su cuenta, se iban separando.

Sin embargo, repito, aquí no estamos hablando de una república, sino de un trozo de la misma Serbia. Las grandes potencias económicas y militares han movido las piezas en una jugada ilegal, y Belgrado poco ha podido hacer. ¿Qué tal si, a la luz de ese «ejemplo», otros grupos étnicos reconocidos, u otros considerados como verdaderas nacionalidades, deciden plantar bandera, levantar una cerca y lanzar un «aquí mando yo»?

¡El precedente —o el plato— está servido...!

Peligro puertas adentro

Si lo que prima a partir de ahora es que la mayoría étnica en una región puede optar por escindirla del país al que pertenece, no lejos de Kosovo, en la República de Bosnia-Herzegovina, algunos políticos estarán comiéndose las uñas.

En esa república ex yugoslava existe un delicado balance de poderes entre, por un lado, croatas (mayormente católicos) y bosníacos (bosnios musulmanes), y por otro, serbobosnios. Incluso la presidencia es compartida, así como la distribución del territorio, nacida de los Acuerdos de Dayton, en 1995: la Federación de Bosnia-Herzegovina (regida por los primeros) y la República Srpska (bajo administración de los segundos).

Prestemos atención a esta última región. Del millón y medio de personas que la habitan, casi 1 430 000 (el 96,8 por ciento) son de origen serbio, poseen su variante lingüística particular y preservan un credo cristiano ortodoxo, si bien —según el ya fallecido estudioso catalán Josep Palau— esta y las otras calificaciones en materia religiosa no responden a que exista siempre una práctica sistemática, sino que marcan tradiciones, costumbres y sentido de pertenencia a estas comunidades.

Kosovo es Serbia, dicen los carteles enarbolados durante la multitudinaria manifestación del viernes en Belgrado. Foto: AP La interrogante aquí pudiera ser: si los serbobosnios son mayoría en su área, ¿qué impide —a la luz de lo ocurrido en Kosovo— que puedan proclamar la independencia de esta, e incluso proponer la adhesión de la República Srpska a Serbia, habida cuenta de que es mucho más lo que los une con el vecino país que con sus propios coterráneos bosníacos y croatas?

En una entrevista con el diario El País, en enero, Haris Silajdzic, representante bosnio de la presidencia de Bosnia-Herzegovina, decía preferir una sociedad multicultural por sobre las divisiones étnicas. «Queremos que Bosnia sea un país normal. Es necesario pasar de la etnocracia a la democracia».

Y no está mal enrumbado, al ser consciente de cuánto descontento —con violencia añadida— puede haber en que cada uno satisfaga su capricho, por muy respetables que sean sus raíces y su cultura. ¿Qué diría Silajdzic si a la República Srpska le aplicaran el mismo modelito que a Kosovo? ¿Y si los croatas, allí donde son mayoría en otras partes de Bosnia, decidieran otro tanto? ¿A partir nuevamente la naranja en varios pedazos, cada vez más pequeños?

Tal vez por ello, las autoridades bosnias prefieren curarse en salud. El ministro de Exteriores, Sven Alkalaj, declaró en Sarajevo que «Bosnia no considera el reconocimiento de la independencia de Kosovo, y quizá por la situación en el país, nunca dará ese paso».

Pero el modelo sirve incluso puertas adentro, en el mismo Kosovo. Al norte, en los municipios de Leposavic, Kosovska Mitrovica, Zubin Potok y Zvecan, reside buena parte de los más de 100 000 serbios que habitan la provincia. ¡Y claro que desean mantenerse unidos a Serbia y no quedar a merced de las autoridades albanokosovares!, las mismas que se lavaron las manos cuando, en 2004, se suscitó una ola de venganzas, asesinatos, desplazamientos e incendios por parte de albaneses contra serbios, ante la actitud contemplativa de la ONU y las fuerzas de la OTAN que ocupan la provincia desde 1999.

Si cada uno quiere su pedacito, ¿por qué no los serbios?

Un embajador inglés ¿en Escocia?

¿Puede la Unión Europea reconocer o desconocer a un Estado? No, han admitido en Bruselas, pero cada país, según sus intereses, puede hacerlo. Por eso, como en aquellos días en que no se pusieron de acuerdo acerca de la agresión a Iraq, ahora cada uno va por su lado, dando el visto bueno, desaprobando, o esperando a ver en qué para la cosa. No son pocos los que tienen en sus entrañas un Kosovo en potencia, como los profetizados por el presidente Tadic.

Difícilmente un embajador haya llegado tan temprano a Pristina, la capital kosovar, como el británico (aunque el turco y el francés se apuraron bastante). Es paradójico, toda vez que el Reino Unido está integrado por cuatro países —Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda del Norte— y a Londres no le caería especialmente bien que cualquiera de ellos, de porque sí, dijera «¡good bye, amigos!» y se constituyera en Estado independiente.

Un ejemplo significativo es el de los escoceses, quienes habitan el norte de Gran Bretaña no desde el siglo XVII —como los albaneses en Kosovo—, sino que de sus raíces hablan las crónicas romanas. Poseen una lengua propia —el gaélico— y una cultura sólida y bien diferenciada de la de Inglaterra, nación a la que están unidos desde 1707.

En la actualidad, el gobierno autonómico de Escocia está en manos del Partido Nacional Escocés (SNP), cuyo líder, Alex Salmond, convencido de que los yacimientos de petróleo del Mar del Norte pueden hacer de su país el tercero más rico de la UE, ha anunciado que convocará en 2010 a un referéndum de autodeterminación.

El SNP, de conjunto con dos partidos de España —Ezquerra Republicana y Eusko Alkartasuna, ansiosos de independencia para Cataluña y el País Vasco, respectivamente— ha dado la bienvenida a la ilegal escisión kosovar, al explicar a quienes la rechazan —España entre ellos— que «no les quedará más remedio que asumir» el «derecho a la autodeterminación» como «una realidad» en el seno de Europa. (Por cierto, si el SNP hiciera lo mismo que los albano-kosovares, ¿Londres enviaría a Edimburgo también un embajador, o una división del Royal British Army?).

Del lado de quienes ven un peligro en la separación unilateral está, además de España, Chipre. En el norte de la bella isla del Mediterráneo existe, como huella de la invasión turca de 1974, la República Turca del Norte de Chipre (solo reconocida por Ankara), en la que habita, por supuesto, una mayoría de chipriotas de origen turco. ¿No les bastaría con seguir la línea de los albanokosovares?

¿Y qué impide que los osetas y abjazos, en el Cáucaso, declaren independientes a Osetia del Sur y Abjazia respecto a la ex república soviética de Georgia, tomando en cuenta que sus poblaciones son mayoría en sus sitios de origen? ¿Y qué se lo impide a los millones de independentistas de Québec, quienes perdieron por la mínima el referéndum de 1995 para obtener la emancipación de Canadá? ¿Y quién evitaría que los kurdos —desperdigados entre Siria, Iraq, Irán y Turquía— hicieran otro tanto?

Mal que les pese a algunos, el mal ejemplo de Kosovo sí sienta precedente. Hoy es únicamente Serbia quien llora el robo de su territorio, pero ¿quién llorará después?

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