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Niños obligados a morir a destiempo

Mientras EE.UU. y sus aliados insisten en fabricar guerras, decenas de miles de infantes ven deshechos sus sueños. Desde la Mayor de las Antillas, una pequeña cubana se convierte, con su sonrisa, en un mensaje de aliento

Autor:

Nyliam Vázquez García

Cuando sea grande, Mayela quiere ser actriz. Le preocupa cómo conseguir su sueño, pero ahora está más concentrada en prepararse para participar en los debates del Congreso Pioneril. Abordamos juntas la desvencijada máquina que hacía el tramo de Artemisa a San Cristóbal. Sus grandes ojos verdes me miraron queriendo hablar y rompió el hielo sin más preámbulos. ¿Dónde tú vives?, ¿para dónde vas…? (advertí que en ese momento no era yo la periodista). Luego supe de todo aquello que le aleteaba en la mente. Finalmente se quedó dormida recostada en el hombro de su madre.

Mayela es la delegada al Congreso del municipio de Candelaria. Hablará en la cita de la importancia del estudio como principal deber y también de la experiencia positiva de las casas de estudio. Mientras la pienso, comprendo que Libia, Afganistán, y tantos otros puntos de conflicto están muy lejos de esta Isla. Mientras ella se alisa el uniforme, prepara su ejercicio participativo, o simplemente juega despreocupada, niños de su edad o más pequeños, sencillamente niños, mueren de forma irremediable a fuerza de bombas. Lo más triste es que, para los agresores, esos a quienes despedazan sin pudor no tienen nombres, familias, sueños para cuando crezcan… simplemente son «daños colaterales».

A fuerza de lejanía la guerra parece una realidad ajena. Pero como plaga incontenible es esparcida, siempre bien lejos de las fronteras nacionales de donde se ubica la industria que las fabrica. Duele. Al final, la guerra, en un mundo irremediablemente interconectado, no está tan lejos como parece.

Aun así, no debería existir ese miedo que a cada rato asalta y provoca pensar en el mundo que legaremos a nuestros hijos. No debería ser la sentencia a muerte de tantos pequeños a los que les ha sido robada la infancia, de tantos que están siendo asesinados justo en este instante. ¿Cómo explicar lo que, por suerte, no conozco, y peor aún, no entiendo? ¿De dónde sacar las razones para creer que la necedad humana terminará algún día?

Olivia, Carolina, Lorena, Alexandra, Alina, Mario Sergio, José Ángel, Aitana, que este 4 de abril cumple dos meses; Sofía, que está por nacer, los niños de esta nuestra tierra, están a salvo ahora. ¿Hasta cuándo en este caos planetario? ¿Y si un día ellos me preguntan por qué mueren niños que podrían ser sus amigos, aunque hablen otro idioma? Todo tiene que cambiar para que todos crezcan en paz y lleguen a ser médicos, agricultores, actrices, doctores… mejores seres humanos que nosotros.

Quisiera ser niño

Según datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), en la década pasada los conflictos armados dejaron tres millones de pequeñas vidas truncas. Más de seis millones de infantes quedaron heridos o discapacitados de por vida y un millón se convirtieron en huérfanos. Como si no bastara, se estima que más de 300 000 han sido forzados a enrolarse en ejércitos y milicias, por tanto a llevar armas. Peor aún, a usarlas.

Justo el testimonio de un niño obligado a ser combatiente corta de un tirón la respiración: «Tengo 12 años y soy combatiente. Cuando sea grande, quisiera ser niño».

¿A dónde va tanta irresponsabilidad impune?

Solo durante 2010, en Afganistán murieron 739 infantes a causa de la guerra de ocupación que llevan adelante EE.UU. y sus aliados en ese país. A principios de año, Afghan Rights Monitor (ARM), organización independiente instalada en Kabul desde 2008, reveló que dos niños fallecen al día por el conflicto, donde tres de cada diez víctimas mortales civiles son menores. En total, ellos representan el 30 por ciento de los 2 421 civiles que perdieron la vida en ese período. Y siguen muriendo, entre promesas de retirada de Washington o falsas disculpas.

El pasado 18 de febrero, un bombardeo de la OTAN en el distrito de Ghaziabad causó 65 muertos civiles, entre ellos 29 menores. Justo a principios de marzo, un grupo de niños fue por madera al valle de Naglam, provincia nororiental de Kunar, cuando la fuerza aérea de la OTAN los atacó con misiles y bombas como si fueran talibanes. Tenían edades comprendidas entre diez y 11 años.

Luego vino el secretario de Defensa estadounidense, Robert Gates, y pidió «perdón», en una conferencia de prensa. Afirmó que lo ocurrido le partía el corazón. Se marchó y dejó allí a las tropas responsables de la barbarie. No es posible creer en su músculo cardiaco.

Todavía recuerdo las declaraciones de un enviado «especial» de la OTAN a ese país, en las que osó afirmar que los niños afganos vivían más seguros que los de Londres o Nueva York. Mientras, en esa nación centroasiática la realidad es que quienes nacieron hace una década, no conocen otra cosa que la guerra, por obra y gracia de quienes insisten en la ruina del país, al que, para colmo, ignoran públicamente.

«Quizá el sueño más recurrente de esos pequeños sea mudarse a otro planeta; lo cierto es que nacen y mueren a destiempo bien lejos de Londres y Nueva York», escribí entonces en medio de la indignación.

Seguro también sueñan con la paz, con jugar en la calle sin susto, sin el miedo a la metralla, al estruendo; con no tener hambre ni ver a sus padres preocupados por no tener cómo llenar la mesa, con ir a la escuela, con que los papalotes vuelvan a llenar los cielos de Kabul. O simplemente con tener la posibilidad de crecer.

Libia, el nuevo polvorín para la niñez

Vacías siguen saliendo las palabras que intentan justificar la guerra en Libia. Dice el presidente Obama que la coalición bombardea el país norteafricano y arma al ejército opositor, para «proteger» a los civiles. Sin embargo, luego de tres semanas desde que la OTAN aprobara la resolución… la macabra «protección» ha dejado más de un centenar de muertos.

En las primeras cifras publicadas por el Gobierno de Libia luego de los primeros bombardeos del sábado 19 de marzo, el saldo fue de 64 muertos y 150 heridos en zonas civiles.

El 24 de marzo ya los muertos superaban el centenar, y a juzgar por el modo en que avanzan los acontecimientos, seguirán en aumento.

Mientras escribo, Telesur dio cuenta de un nuevo ataque de la OTAN donde murieron siete civiles y otros 25 resultaron heridos. La nueva táctica de «protección» dejó sin vida a tres niñas y cuatro adolescentes de una misma familia que tenían entre 12 y 20 años. Y no solo mueren, también les destruyen sus casas, sus escuelas, su país; la coalición internacional insiste en esa operación, nuevamente fabricada para quedarse con el oro negro que yace bajo esa tierra. ¡Qué casualidad!

¿Cuántos rostros más tendrán que ser marcados por la guerra?

Carol Bellamy, directora ejecutiva de UNICEF de 1995 a 2005, expresó en una ocasión: «Cuando se trata del sufrimiento de niños y niñas afectados por los conflictos armados, todos somos responsables.

«El tema de la niñez afectada por los conflictos armados y la protección de sus derechos, se enfrentará solo en la medida en que la sociedad entera promueva una cultura de la paz y de la convivencia pacífica», agregó.

Y aunque muchos coincidan, la ruta para llegar a ese punto está muy lejos de concretarse. Desde hace medio siglo el conflicto entre israelíes y palestinos se queda con valiosas vidas; desde hace una década Afganistán languidece sin que ello siquiera avergüence a sus agresores, sin que ni allí ni a Iraq hayan llevado la prometida paz. Ahora Libia… ¿De dónde serán los próximos niños asesinados, desplazados, convertidos en el nuevo ejército de huérfanos, en los nuevos «daños colaterales»?

Acerco los hondos estremecimientos que me provocan Olivia, Carolina, Lorena, Alexandra, Alina, Aitana, Mario Sergio, José Ángel… Me aferro a Sofía. Sueño para todos un mundo donde otros niños no sean obligados a morir a destiempo. Vuelvo a los ojos de Mayela, me la imagino con esa sonrisa amplia con la que me habló de sus sueños, así sin conocerme. Ahora habita el Palacio de Pioneros, representa a sus compañeros y vive el Congreso. No lo sabe, de algún modo envía un mensaje a tantos a quienes les han negado la sonrisa.

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