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Irán y Siria, lo primero, ¿y los palestinos?

El sionismo respira aliviado al recibir a un Obama serio en sus intenciones de acorralar a Teherán y dispuesto a no respaldar las aspiraciones del pueblo de Arafat

Autor:

Jorge L. Rodríguez González

OBAMA no soporta a Netanyahu. Ese dejó de ser un secreto bien guardado cuando, hace dos años, ante la queja de Nicolás Sarkozy —entonces presidente francés—, de que el Primer Ministro israelí era un mentiroso, el jefe de la Casa Blanca espetó: «Tú estás harto de él, pero yo tengo que tratar con él todos los días».

La desconfianza es mutua. El Primer Ministro sionista no se ha sentido cómodo con un presidente estadounidense que le ha criticado la expansión de los asentamientos ilegales en tierras palestinas o que le pone frenos cuando quiere atacar a Irán. Por eso sus coqueteos con Mitt Romney, el candidato republicano, a quien apoyó en la campaña electoral.

Sin embargo, lo que se vio esta semana distó mucho de ser una relación difícil.

Porque hay cuestiones que están por encima de las desavenencias y la falta de química entre ambos políticos. Se trata de una vieja e inquebrantable alianza, que la Casa Blanca no puede descuidar. No pocas presiones debe haber recibido Obama para armarse de protocolo e ir a limar asperezas y tranquilizar a Netanyahu.

Como este no ha sido santo de su devoción, y teniendo en cuenta que el viaje a Israel es una de esas cosas que un presidente estadounidense no puede dejar de hacer, Obama se encargó de calentar un poco el camino con declaraciones en las que se refirió al Primer Ministro por su apodo Bibi. Habló de una «tremenda relación», basada en la confianza mutua. «Él es directo conmigo sobre su visión de las cosas, y yo soy muy franco con él sobre mis opiniones», dijo en una entrevista exclusiva al canal 2 israelí.

A pesar de las diferencias y los desencuentros, la acogida de Obama no pudo ser más calurosa. Netanyahu y parte de su séquito de ministros —entre ellos la titular de Justicia Zipi Livni, responsable de las futuras negociaciones de paz con los palestinos, y el de Finanzas, Jair Lapid, considerado con grandes perspectivas de convertirse en primer ministro— acudieron a recibir al jefe de la Casa Blanca en el Aeropuerto Internacional Ben Gurion, de Tel Aviv.

Antes de tomar «la Bestia» —así se conoce el automóvil en el que se movió Obama en Israel—, el mandatario visitante abrió su maletín para mostrar lo mucho que traía a los israelíes y lo que no traía a los palestinos. En el primer caso, la guerra en Siria y el acorralamiento a Irán, los dos puntos más fuertes de la agenda, y que más satisfacen a Tel Aviv. En el segundo, Obama advirtió que solo iba a «escuchar» y no traía nada que ofrecer acerca de la paz entre israelíes y palestinos, el tópico más crucial del Medio Oriente y esencia de la inestabilidad en la región.

Y a juzgar por los encuentros y las estancias, escuchó más a los israelíes que a los palestinos. Con Netanyahu se reunió tres veces; con Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), solo una. La visita a Cisjordania fue breve, de solo unas horas, después de estar dos noches en Jerusalén.

Incluso estuvo más tiempo en Jordania (viernes y sábado), un fuerte aliado de Washington en la región que apoya la cruzada antisiria de Occidente. En privado, Obama debió discutir con el rey jordano sobre cuestiones como la llegada de los refugiados sirios a esa nación y la forma de continuar ayudando a los grupos armados que se enfrentan al Gobierno de Bashar al-Assad.

Obama dijo al Gobierno sionista lo que este quería escuchar y esperaba de la Casa Blanca: Tranquilo Bibi. Nosotros no permitiremos que Irán construya la bomba atómica. Haremos lo que sea necesario, todas las opciones están sobre la mesa.

Este es uno de los temas que ha enfriado la relación entre el jefe de la Casa Blanca y Netanyahu, quien insiste en que Irán está al 70 por ciento de sus capacidades para construir el arma nuclear, a pesar de que se reconoce que el programa de la nación persa tiene fines pacíficos. Pero, Tel Aviv amenazó a Irán con bombardear sus instalaciones nucleares antes del verano si no congela el programa nuclear energético.

Obama, quizá convencido en el fondo de que la república islámica no tiene las pretensiones o está lejos de cumplir el objetivo militar que le imputan, aboga por no llegar a una guerra que tendría consecuencias catastróficas para la región y el mundo. Su plan: continuar con las sanciones económicas, lo que eufemísticamente llama el camino de «la diplomacia», cuando estas medidas constituyen un verdadero acto de guerra, y están siempre entre los pasos que dan con aquellas naciones etiquetadas como «enemigas», contra las cuales han lanzado casi siempre sus cañones.

Netanyahu, por el contrario, cree que las medidas de Obama solo tendrán efecto si Irán siente la presión de una verdadera intervención militar.

Ninguno de los dos renunció a su criterio en esta ocasión, al menos públicamente. Quizás en algún encuentro a puertas cerradas, Obama, para tranquilizar a la fierecilla (Netanyahu), habló en el mismo lenguaje de su anfitrión, y se refirió a que la primera obligación de ambos dirigentes es la seguridad y la defensa.

Estas posiciones y el papel que históricamente ha desarrollado Israel como pivote de Estados Unidos en el Medio Oriente, son las que incitan al Gobierno sionista a pensar que si se arriesgan a una guerra contra Irán contarán con el apoyo incuestionable de Washington, más allá del desacuerdo sobre el modo de lograr objetivos comunes. Obama dejó esa puerta abierta.

Nada para los palestinos

La paz y los derechos palestinos no encontraron lugar en la agenda del mandatario estadounidense. Apenas se limitó a hablar con Netanyahu y Abbas sobre el proceso de negociación. Pero nada de plan para relanzar las conversaciones de paz, estancadas desde 2010, cuando el Gobierno israelí se negó a detener la colonización de los territorios palestinos. Tampoco el demócrata presionó a Tel Aviv para que renuncie a sus políticas genocidas. El sionismo suspiró aliviado.

El jefe de la Casa Blanca quiso limpiar su imagen ante la opinión pública israelí, que no recibió de buena gana sus palabras en El Cairo, Egipto, hace cuatro años, cuando le tendió una mano al mundo islámico pretendiendo aislar a los extremistas de esa región. Muchos en Israel incluso le criticaron que haya visitado primero esa nación norteafricana que a su mayor socio en la zona.

Tanto se esforzó Obama por llegar a los israelíes con promesas de seguridad en el discurso pronunciado en el Centro Internacional de Convenciones de Jerusalén —en vez de en el parlamento (Knesset), como han hecho sus predecesores—, que no pudo borrar la imagen impopular que se ha ganado, con toda razón, entre los palestinos.

El jefe de la Casa Blanca pidió a ambas partes que retornen a la mesa de negociaciones, pero, al igual que pretende Netanyahu, le especificó a la ANP que tenía que abandonar precondiciones, como la de la detención de la expansión de asentamientos judíos ilegales en Cisjordania.

En Israel, exhortó a la juventud a que exija a sus dirigentes el reconocimiento del Estado palestino; sin embargo, las alusiones a «los derechos de autodeterminación y justicia de los palestinos», los cuales —dijo— «deben ser también reconocidos», no le quitaron a su discurso el sabor que le gusta a Tel Aviv.

Al final, nada nuevo: la misma posición que defiende desde su primer mandato, pero solo en palabras, porque, hasta el momento, el mandatario norteamericano no las ha traducido en hechos que evidencien un verdadero compromiso con la paz. Recordemos la firme oposición estadounidense a que se llevara ante la ONU el estatuto de la ANP a la condición de Estado no miembro.

Si en El Cairo, hace cuatro años, aseguró que la situación de los palestinos era «intolerable», y que «Estados Unidos no daría la espalda a la legítima aspiración palestina a su dignidad, sus oportunidades y un Estado propio», ahora tiró la toalla.

Entonces, en la capital egipcia, prometió que buscaría, «personalmente» y «con toda la paciencia y dedicación que requiere», la solución de los dos Estados, «en los que tanto israelíes como palestinos vivan en paz y seguridad».

Hoy, demuestra que solo le preocupa que la situación no empeore, pretendiendo «dormir» a los palestinos con promesas y esperanzas. El almanaque seguirá deshojándose sin que llegue una solución justa al conflicto; ese fue el sabor que dejó el mandatario estadounidense, que se limitó a encargar el tema a su secretario de Estado, John F. Kerry.

Desde su discurso en El Cairo al de Jerusalén, Obama solo ha dicho una verdad: la alianza de Estados Unidos con Israel es eterna.

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