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Las «misses» de la Revolución

Las venezolanas son puras amazonas, guerreras con todas las de la ley, pese a que las flechas que más les atribuyen quienes solo ven con los ojos, sean las de Cupido

Autor:

Enrique Milanés León

MÉRIDA.— Fue un instante, un chispazo, mientras les vi en un semáforo de esta ciudad. La mujer y el niño iban en la moto y el chiquillo era todo un contraste entre la ropita raída y un tanto sucia y su blanquísima sonrisa, desbordada mientras abrazaba orgulloso a la mami de mezclilla roto que cargaba, en la parrilla, una caja de hierbas quién sabe con cuál destino. Difícilmente ella encaje en alguno de los patrones de belleza que este mundo padece, sin embargo, desde esa tarde, el forastero cubano no deja de recordarla.

Aunque su cicatriz fluvial la ha marcado el Orinoco, Venezuela es quizá el país más amazónico que exista: sus mujeres son puras amazonas, guerreras con todas las de la ley, pese a que las flechas que más les atribuyen quienes solo ven con los ojos, sean las de Cupido. La que contemplé en Mérida, una entre el medio millón que cada año pare en el país, era la viva estampa de la luchadora de hoy.

Si bien los 2,3 niños que como promedio pare cada mujer distan de los 6,4 que en 1950, en pleno boom petrolero, alumbraban sus abuelas, las cifras actuales dejan entrever el heroísmo con que aun desde la concepción las venezolanas enfrentan un acoso económico externo que se ceba sobremanera en la dinámica de los hogares. Desde esos vientres rebeldes, junto a zulianas y carabobeñas, las mirandinas son las que más hijos le brindan a la patria.

La mujer, el niño, la moto, las ropas y la hierba significan aquí mucho más que sustantivos comunes. Tanto estudios científicos como testimonios corrientes revelan la abundancia de las familias matricéntricas y algunos llegan a precisar que el 40 por ciento de las viviendas de la nación están capitaneadas por una madre.

El capitalismo es droga de efecto prolongado, así que, por encima del retrato de la lucha y los valores, todavía está arraigada, dentro y fuera del país, la semblanza —cierta solo a medias— de que esta es la cuna de las mujeres más bellas del planeta, aserto que suele certificarse con una pasarela de títulos: seis Miss Mundo, siete Miss Universo, seis Miss Internacional y dos Miss Tierra. En inglés, por supuesto, «suena» más chic.

Hugo Chávez, que sabía del asunto más de lo que se dice, buscó y formó, y no en los rostros precisamente, las «misses» de la Revolución. Por fortuna, halló millones.

El proceso bolivariano no solo ha entregado más de 2 187 000 viviendas, protegido a infinidad de familias, tocado el cielo de la escolarización y fortalecido la economía comunal, sino que también instaló la Comisión Constituyente para la Equidad e Igualdad de las venezolanas. Maduro y su Gobierno crearon el Banco del Desarrollo de la Mujer, que el año pasado entregó más de 160 000 créditos a féminas emprendedoras.

Sin embargo, los titulares internacionales de mayor puntaje hacen alergia a ese tipo de noticias y prefieren centrarse en pesquisas como la llamada «Gasto en maquillaje en el mundo», que estableció que brasileñas y venezolanas son las latinas que más dinero gastan en esos productos.

Tal insistencia en lo superfluo explica que, a pesar de la justeza y la cultura fomentadas por la Revolución, el concurso Miss Venezuela, un negocio del conglomerado empresarial del Grupo Cisneros —también dueño de Venevisión, el canal que transmite el show—, reúna frente a las pantallas a dos terceras partes de la población.

Como todo negocio que usa a las personas cual materia prima, el concurso encierra mucho cinismo. Alexander Velasquez, director de la academia Belankazar, una de las que tributa caras bonitas a la lidia, admitió que, en efecto, Venezuela no tiene la mujer más linda, pero acotó que ellos sí saben «cómo producir» una bella y perfecta.

Ahora que tanto se habla de cosificación femenina, este pudiera erigirse en ejemplo digno de tesis doctorales: si el estómago de la pequeña no es perfecto, debe someterse a una liposucción; si su nariz no tiene esa pequeña curva, entonces tendrá que hacerse algo al respecto; si su pelo no es muy frondoso, pues a trasplantarle; y si sus dientes no son perfectos, siempre podrán esculpírselos, dicen como si nada algunos traficantes de ilusiones.

Estas son también ironías planetarias. Quienes llenan sus bolsillos de monedas con caras de mujer no saben nada de la hermosura. Hasta Osmel Sousa, el presunto «Zar de la Belleza», que protagonizó a inicios de año una elocuente renuncia del Miss Venezuela tras difundirse oscuras historias del certamen, ha dejado claro no solo que jamás leyó las enseñanzas de El Principito —lo esencial es invisible para los ojos— sino que ha reunido la ignorancia suficiente para sostener que «las que dicen que la belleza está en el interior, son feas justificándose». Solamente esa frase pone en duda el linaje de sus reinas.

En Mérida, en cambio, el cronista cubano creyó pasar en la avioneta de Antoine de Saint-Exupéry y ver desde lo alto a una venezolana de belleza distinta, la de la lucha, que con un niño en la grupa de su moto esperaba, más que la luz del semáforo, la esmeralda esperanza de toda Revolución.

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