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Un país en liqui liqui

Hugo Chávez, que en 1994 salió de la cárcel de Yare con uno beige y después conoció a Fidel con otro verde olivo, fue el mayor defensor de este traje

Autor:

Enrique Milanés León

CARACAS.— Al recibir el Grammy Latino por la excelencia de su obra, en 2008, Simón Díaz lucía un atuendo hecho como para cantar su Caballo viejo. Lejos de casa, en el Hobby Center for the Performing Arts, de Houston, el artista iba vestido con un liqui liqui blanco que le daba un resplandor adicional en medio de una legión de sacos oscuros. Tal vestuario no era fortuito: el rey de la tonada venezolana debía recoger el gramófono, si no en silla de montar, al menos con la pieza de gala del auténtico llanero.

El liqui liqui suele confeccionarse de lino o dril, preferentemente blanco o beige, aunque también se ven azules, marrones, grises y hasta negros. Es un conjunto holgado, cuya pieza superior de mangas largas, rematada en cuello redondo, tiene cuatro bolsillos. El llanero de ley lo acompaña con un sombrero de cogollo o de «pelo de guama» y con un par de alpargatas de puro cuero. Lo demás lo ponen el arpa, el cuatro y las maracas.    

Su origen no es muy preciso. Mientras unos le adjudican «genes» asiáticos, por los aires chinos del cuello, otros sugieren parentesco con el traje francés llamado liquette, y no faltan quienes le ven semejanzas con el vestuario que el italiano Giuseppe Garibaldi usó en Uruguay y en Brasil a mediados del siglo XIX. Este cronista cree más la versión que asocia su creación con el replanteo que sastres y costureras hicieron, tras la Guerra de Independencia, de viejos uniformes militares que, al igual que sus bizarros portadores, debieron reciclarse para la paz.

En cualquier caso, fue Hugo Chávez —auténtico llanero barinés y estadista llano como pocos— el mayor defensor del liqui liqui. Con uno beige salió de la cárcel de Yare el 26 de marzo de 1994; con otro, color aceituna, dio con la sorpresa, el 13 de diciembre de ese año, de que Fidel viera en él, antes que nadie, la altura de un jefe de Estado y —de verde a olivo a verde olivo— lo recibiera como tal en La Habana, cuando el venezolano era solo un teniente coronel con los sueños incumplidos de El Libertador.

La pieza ha tomado salones, al punto de que 2017 fue declarado en Caracas el año del liqui liqui. Hace un mes, el teatro Teresa Carreño acogió la muestra Venezuela en liqui liqui, suerte de diálogo de tradición y creatividad en torno a este valor patrimonial.

Un capítulo delicioso en este tema lo escribió con sus actos, más que con su pluma, el genio literario Gabriel García Márquez, quien el 10 de diciembre de 1982 recibió en Estocolmo su Premio Nobel… con un liqui liqui.

Mejor personaje que todos sus personajes, el Gabo, que sentía aversión por los trajes solemnes, resolvió el dilema de la formalidad con la sobria elegancia de esta pieza. Él explicaría: si al indio Tagore y al japonés Kawabata les admitieron atuendos nacionales, no había razón para impedirle a él presentarse con «el traje blanco que usaba Aureliano Buendía» en Cien años de soledad.

Mucho después, en 2003, el escritor donó el traje al Museo Nacional de Colombia, pero la ceremonia de aquel Nobel había dejado más tela por donde… contar. La soledad de América Latina, el discurso de recepción, no fue solo el esperado encantamiento verbal que rindió homenaje a la poesía, «…esa energía secreta de la vida cotidiana, que cuece los garbanzos en la cocina, y contagia el amor y repite las imágenes en los espejos», sino una afilada denuncia que preguntó a los europeos «¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social?».

Ahora que los dueños del odio lo dispersan como lluvia ácida en nuestras permeables fronteras, recordemos el día que el colombiano más célebre recibió la gloria vestido con el que devendría traje nacional venezolano y un enjambre de compatriotas suyos, calzados con alpargatas que resbalaban en un piso inmaculado, trocaron por primera vez la música de cámara ceremonial en un desfile de cumbia y vallenatos que hizo preguntarse a unos cuantos si veían el fragmento de alguna novela desconocida. Al centro de todo, como el horcón de los Buendía, estaba el Gabo… en liqui liqui.

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