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Trump vs Cuba: apostando al ahorcado

Un poco más y otro poquito, el actual inquilino de la Casa Blanca sigue apretando la soga con que intenta asir el cuello de Cuba mientras constata que, aunque padecemos, seguimos irreductibles. La cuerda aprieta mucho, pero no nos ahoga

 

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Una soga. Eso es lo único con que cuenta Donald Trump para su feroz campaña contra Cuba: es que también a este frente de su desaguisada política exterior, el ocupante de la Casa Blanca acude desprovisto de argumentos que no tiene.

No dijo mal su contrincante demócrata Joe Biden cuando, en medio de la andanada de acusaciones de Trump, hace unos días, durante su primer debate de campaña, pidió al mandatario: «¿Te puedes callar?», «¡Deja de ladrar, hombre!».

Lo que tal vez olvidó Biden es que cada quien habla —¡y piensa!— como lo que es.

Las evidencias son fehacientes. Por donde quiera que ha pasado, Trump hizo un estropicio que ha arrastrado a la proclamada primera potencia del mundo lejos del concierto internacional, convirtiéndola en «interlocutor» solitario que no dialoga: un país que, bochornosamente, se expresa en el entramado diplomático igual que su mandatario.

No deben esperarse de él, a estas alturas, posturas mejores.

Sus cuatro años al frente del ejecutivo han dado la razón a los casi 66 millones de electores que en noviembre de 2016, no creyeron en el American First y votaron por Hillary Clinton… Fueron más de dos millones de sabios sufragios por encima de los obtenidos por Trump, aunque los llamados votos compromisarios le favorecieran, y fueran responsables de que su país y el mundo le padezcan.

El álbum de su currículo presidencial está colmado de decisiones desastrosas. Trump fomentó la beligerancia entre palestinos e israelíes cuando mudó su embajada a Jerusalén; hizo estallar el acuerdo nuclear con Irán; se fue de la Unesco, del Acuerdo de París —¡no cree en el cambio climático!—, del Tratado de Cielos Abiertos y, en plena pandemia de COVID-19, también sacó a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud.

¿En qué rayos cree este hombre, tan ignorante como su antecesor republicano, George W. Bush, pero con el remache infeliz de ser más arrogante y perverso? Lo peor es que está convencido de que el ejercicio de la fuerza constituye un mérito.

Esas mismas malas artes con que conduce a Estados Unidos pisoteando al resto del mundo, rigen su política hacia Cuba; un desempeño que vuelve a ser rehén no ya de los compromisos que lastraron a otros mandatarios para atar este flanco a la venalidad y sed de venganza de los sectores duros de Florida, sino amarrado ahora, además, al mero afán de confiar a ese estado, votos que necesita para la reelección.

¿Acaso deberemos rogar los cubanos por que el calendario avance rápido? ¿Parará Trump una vez que llegue el bendito 3 de noviembre?

Un poco más y otro poquito, el mandatario sigue apretando la soga con que intenta asir el cuello de Cuba mientras constata que, aunque padecemos, seguimos irreductibles. La cuerda aprieta mucho, pero no nos ahoga.

Esta semana, su administración volvió a la carga contra las remesas —ya coartada la posibilidad de los estadounidenses de enviarlas, tanto en cantidad como en periodicidad— al renovar sanciones contra la corporación multinacional de finanzas y seguros American International Services (AIS), filial de la empresa cubana Fincimex, y una de las que más envíos hacia Cuba procesa.

Washington también renovó las medidas punitivas para golpear el turismo al prohibir a sus ciudadanos que se hospeden en determinados hoteles de la Isla bajo la presunción falaz de que beneficiarían a «los militares» y al «Gobierno», y anunció que restringirá la importación por su país de licores y cigarros cubanos porque, además, «somos responsables» del camino, también escogido a su antojo, que transita Venezuela…

Antes, ya sabemos, la administración de Donald Trump vació su embajada en La Habana, decretó que a Cuba no podían entrar más cruceros si sus líneas de navegación no querían padecer castigos, cercenó más la posibilidad de que los estadounidenses puedan visitar el país en las distintas categorías de viajeros que su antecesor, Barack Obama, estableció; persiguió y castigó con más saña a los bancos que hicieran (y hagan) transacciones financieras con La Habana y, por si fuera poco, intentó que Cuba se quedara en la inmovilidad y la oscuridad, inhibiendo la llegada al archipiélago de tanqueros con petróleo.

Es improbable que otra nación no sometida a una invasión bélica fuese expuesta a tal cantidad de castigos, aplicados con tanta ferocidad. Un verdadero asedio solo comparable al que se implementa contra Venezuela.

No debe sorprender que la concurrencia de Trump y Biden en Miami —el debate estaba previsto el 15, pero gracias al coronavirus del mandatario no se sabe cuando será—, nos depare nuevas penitencias con las cuales el republicano seguirá queriendo congraciarse…

Pero, ¿qué tal si, pese a todo, Florida no lo premia?

Despachos informativos recientes dicen que ambos contendientes están allí en un empate técnico según las encuestas, razón por la cual no es posible definir aún a cuál de los dos favorecerán los 29 votos electorales (compromisarios) que aporta el territorio floridano.

Habrá muerto Trump en la orilla después de mucho navegar, si Biden gana Florida. Para sus víctimas sería una dulce victoria pírrica, pero entusiasma pensar entonces, ¿la soga a qué cuello apretaría?

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