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El detonante fueron los impuestos… la pólvora es el modelo

Al decir de estudiosos, el modo de hacer de un Estado que desde inicios de siglo centró el quehacer y el crecer en las oligarquías y minimizó a la periferia, dio lugar a lo que esos analistas denominan una «economía oligárquica» , el fenómeno tras la situación colombiana actual

Autor:

Marina Menéndez Quintero

EL estallido popular en Colombia ha mostrado lo frágil de una estabilidad erigida sobre la injusticia social. Y ello a su vez corrobora que la paz no se consiguió con el silencio del fusil insurgente. Peor remedio ha sido querer atraparla disparando las armas contra la población.

Aunque el paro nacional fue convocado para detener impuestos que pretendían echar sobre los colombianos la despiadada disciplina fiscal de una arquitectura financiera internacional también injusta, las llamas de la inconformidad se han cebado en el combustible de deudas sociales fomentadas durante años. La Covid-19 las agudiza.

Al decir de estudiosos, el modo de hacer de un Estado que desde inicios de siglo centró el quehacer y el crecer en las oligarquías y minimizó a la periferia, dio lugar a lo que esos analistas denominan una «economía oligárquica» que invirtió poco o nada en los estamentos desfavorecidos.

Autor de numerosos artículos y libros, el economista colombiano Salomón Kalmonovitz ha sentenciado que desde inicios de este siglo «se aplastaron las opciones progresistas y se llegó al consenso de que el Estado debía ser pequeño, si no débil, muy poco preocupado por la construcción de país, de infraestructura, por fuera de los centros de poder», según lo citó, en un interesante artículo, la BBC.

«Eso le impidió al Estado controlar el territorio y fue el caldo de cultivo para una informalidad que se extiende al narcotráfico y la minería», explicó. Fue de ese modo que «la estabilidad para los centros de poder y los mercados, significó pobreza e informalidad para las regiones».

En medio de la crisis económica mundial desatada por la pandemia, esa histórica forma de hacer se sigue materializando de forma inflexible, con una ejecutoria ortodoxa para cumplir los deberes que dicta la estricta y poco realista disciplina financiera internacional, aun a costa de la ciudadanía.

Desde fines de la década de 1980 y oficialmente desde la reforma constitucional de 1991, según los entendidos, el país está inmerso en las privatizaciones que dicta el neoliberalismo y la búsqueda de una libertad comercial que siguió yendo en detrimento de la presencia del Estado en las «funciones redistributivas y productivas, concentrando su acción en ofrecer marcos propicios para el despliegue del mercado (…)», explica un artículo del Celag (Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica), de 2019.

A ello se unieron los acuerdos pactados con el FMI desde 1999 y la necesidad de cumplir sus fórmulas. Por ejemplo, mantener a raya el déficit fiscal, uno de los propósitos agazapados tras la reforma impositiva del presidente Iván Duque, así como el interés de pagar, incluso con adelanto y rebaja de intereses, los plazos de la deuda externa. Lo importante para el ejecutivo ha sido obtener buena nota de las calificadoras de riesgo y no espantar a los inversores.

La Inequidad

Ese modo de pensar le costó la renuncia al titular de Economía, Alberto Carrasquilla.

Pero Colombia ya era, en América Latina, el de mayor desigualdad social entre sus regiones. Unas muy ricas, otras muy pobres.

Así emergió de una investigación realizada por ocho universidades y centros de estudios en 183 territorios para conformar el informe del Índice de Desarrollo Regional para Latinoamérica (Idere Latam), publicado en 2020.

«En otras palabras, ningún otro país de Latinoamérica tiene brechas tan grandes entre sus regiones en niveles de desarrollo», concluyó la revista Forbes al reseñar la investigación.

Independientemente de ese desequilibrio, los índices sociales muestran amplios sectores desfavorecidos. Informes oficiales citados por el Celag estiman la pobreza monetaria en 42,5 por ciento, la pobreza extrema en 15,2 por ciento; un 14,5 por ciento de desempleo y un 51,2 por ciento de quienes se cuentan en el mercado laboral, trabajando en la informalidad.

Dichas inequidades constituyen otro modo de persistente violencia social latente mucho antes de que las balas de los uniformados fueran disparadas contra los movilizados.

Por ello era virtualmente un atentado querer gravar la vida del colombiano común con más impuestos, bajo la excusa principal de que el dinero es necesario para los tibios programas sociales instaurados
por el ejecutivo, como bálsamo a la crisis que agudizó la pandemia.

Sin Tierras

No puede ignorarse el peso de otro problema estructural donde tiene asiento la violencia armada, expresada antes en la guerra y, ahora, en masacres y represión selectiva.

El campo, que no ha sido el centro de estas protestas, pero cuyos actores se han sumado a ellas, sigue olvidado a pesar de que la concentración de la tierra en pocas manos y la expoliación del sector rural alimentaron el nacimiento del conflicto al que los Acuerdos de Paz pusieron fin en 2016.

Sin embargo, los preceptos que aludían al problema agrario fueron descafeinados después de la firma o, una vez en vigor, esos y otros postulados han sido cambiados o han quedado sin cabal cumplimiento.

El resultado es una inseguridad en las áreas rurales que  dejaba, hasta el 29 de abril, 57 líderes y activistas de derechos humanos asesinados solo en lo que iba de año, así como 22 exguerrilleros muertos y 34 masacres, asevera el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz): un panorama macabro en el que se adivina la presencia de redes de narcotraficantes estimuladas ante la ausencia de guerrilla en esas zonas, y alimentadas por la falta de cultivos alternativos para los cuales pide ayuda, hace décadas, el campesinado, de modo de no depender de los sembradíos de la hoja de coca.

También es visible el accionar de un paramilitarismo calorizado por el propio Estado en los tiempos de la guerrilla como fuerza contrainsurgente, y que se dijo desmovilizado durante los mandatos de Álvaro Uribe.

Ambos fenómenos, narcotráfico y paramilitarismo —tal vez el latifundismo—, resultarían elementos «sospechosos» ante un tribunal si este fuese a juzgar una represión visible en el asesinato no de cualesquiera campesinos, sino de los líderes que defienden la tierra o se oponen al negocio de las bandas traficantes de esa hoja de coca que da comida a miles de familias, y tiene para los pueblos indígenas un uso ancestral, lejano a lo ilícito.

¿Escuchar o solo dejar hablar?

Después de una represión atroz que incluyó fuego real, la convocatoria del presidente Duque para escuchar a distintos sectores ha abierto un espacio cuyos resultados dependerán de que el Gobierno, verdaderamente escuche y, en consecuencia, ejecute.

Los encuentros se están realizando con las calles todavía militarizadas y un paro que también sigue, ahora en reclamo de que los uniformados vuelvan a sus estaciones policiales y cuarteles, y en solidaridad con los muertos.

Según informó la ONG Temblores, desde el inicio del paro se constataban hasta este sábado, al menos, 1 773 casos de violencia por parte de la fuerza pública, traducidos en 37 asesinatos, 936 detenciones arbitrarias, 28 víctimas de agresiones oculares, 105 casos de disparos de arma de fuego y 11 hechos de violencia sexual.

Los oídos sordos al clamor que ya en noviembre de 2019 se expresó en multitudinarias protestas y una agenda de reclamos desatendidos radicalizaron rápidamente la actitud del Comité Nacional del Paro, que hace una semana presentó un pliego de demandas cuando Duque, ya con el fuego ardiendo, echó atrás la reforma impositiva para sustituirla por otra «de consenso».

Distintos representantes sociales han sido convocados a la Casa de Nariño junto a entes gubernamentales y económicos como la empresa privada, pero el Comité del Paro no ha sido invitado a los encuentros. Su pliego de demandas de emergencia va desde la desmilitarización de las ciudades hasta aspiraciones de largo aliento como el análisis del problema de la deuda.

La alta capacidad de convocatoria de ese ente, nacido casi de modo natural durante las protestas de 2019 muestra, cuanto menos, una maduración y aglutinamiento de las fuerzas sociales y populares que no debería ser desconocida en ningún ámbito político.

Un hombre de tanta experiencia en el arte de dialogar como el exvicepresidente  Humberto de la Calle, jefe negociador del gobierno de Juan M. Santos en las conversaciones con las FARC-EP, escribió en Twitter: «No vinimos a suplantar al Comité del Paro. Hay que negociar con ellos».

El exministro Juan Fernando Cristo, quien encabeza el movimiento En Marcha, pidió más a Duque: «El Presidente tiene que entender la crisis social que vive el país».

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