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La soledad del perdedor

Autor:

Juventud Rebelde

¿Quién iba a decir que hasta los más recalcitrantes lo entenderían? Meses atrás era difícil imaginar que los conductores de moto en Cuba andarían con casco. Tanta labor preventiva, tantos comentarios y notas de prensa, tantos llamados a la cordura, y el conflicto se solucionó con una fórmula sencilla: «O te lo pones o prepárate… Con el bolsillo o la licencia, pero prepárate».

Al final hay que sacar una cuenta, la más importante, y es el número de las tragedias familiares que deben haberse evitado por esa solución. Puede que para algunos sea una fórmula en blanco y negro, pero es así: más vale un hijo o un esposo vivo, con un casco que lo asemeje a un marciano, que tenerlo acostado para siempre en un cajón de pino y con la familia al lado, mirándolo por última vez en la funeraria.

Sin embargo, podría pensarse que las dificultades del tránsito en Cuba tienen solución con la misma facilidad que se remedió el conflicto del casco. Alguien diría que sí, que con otro apretón de tuerca, usted verá cómo entran por el aro. Ojalá que así fuera, pero el problema tiene otros matices a considerar.

Además de la exigencia que se tenga en el control sobre los conductores, del estado de las carreteras y de los autos, cualquiera puede notar que en el tema de las irregularidades del tránsito subyace una falta de educación en la vía, lo que no es más que una extensión de esa carencia de civismo que a cada momento se nos muestra en la vida cotidiana. Se diría que una alimenta a la otra.

Hace poco tuvimos que pasar por varias provincias del país y en todas, en mayor o menor medida, se observó un detalle. Conductores que adelantaban sus autos, con aquello del «quítate tú que voy yo»; o personas, que en aceras o parques, no hacían lo mínimo por ceder el paso con ademán de respeto o que chocaban con uno para seguir su camino, imperturbables.

Cuando se examinan comportamientos casi idénticos y en escenarios distintos, no queda más remedio que meditar en la constante que los respalda. La misma arrogancia frente al timón y a la hora de caminar. La misma petulancia y el mismo egoísmo, que derivan en una especie de mini-culto a la personalidad, y les impide mirar al lado y tener un mínimo de cordura en los actos pequeños de la vida.

Sin ánimos de parecer absolutos, porque de matices se encuentra llena la realidad, pero lo cierto es que notamos un volteo de valores que legitima esas actitudes. En consecuencia, el transeúnte ejemplo, ese que dice «buenos días», «con su permiso» y que se aparta con cortesía, comienza a quedar relegado por obra y gracia de una omisión hueca y altanera; mientras que el mejor chofer no es el más respetuoso y comedido, sino el que lanza su carro por la vía, imaginando que es un caballito de batalla, sí. Pero de la mala educación.

Es cierto que la cotidianeidad está llena de situaciones que invitan al desplante. Tensiones domésticas; ómnibus repletos, cuyos pasajeros podrían competir con los alimentos enlatados y, a riesgo de pecar de subjetivos, determinados modelos de enseñanza que a lo mejor potenciaron la enseñanza de las tablas de multiplicar, pero no han insistido lo suficiente en el aprendizaje de ciertas normas de civismo.

Porque, al final, pese a las diferencias, los mundos de la conducción y del caminante pueden tener ligeras coincidencias. Y ellas estarían en la soledad con que se lleva el agravio. La del transeúnte, que siente dañada su intimidad ante el recuerdo del altercado o el mal momento en la calle. Y la del chofer, que acostado en su cama, sin que nadie lo sepa, solo como un perdedor, siente que el peso de la tragedia que él provocó es mucho más grande. Porque no pensó en el otro. Aunque solo fuera un instante.

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