Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

¡Grrr! ¡Miauuu! ¡Aaay!

Autor:

Luis Luque Álvarez

Una calle de Centro Habana, estrecha y húmeda de sombras a tan tempranas horas. Una pareja viene de frente, en una pequeña moto. Por la acera izquierda, una muchacha, y un poco más adelante, libre, su perro Rottweiler.

Todo ocurrió en un santiamén: el can descubrió a un gato gris y blanco en el umbral de una casa, y arremetió contra él. El felino, encabritado, solo atinó a lanzarle algunos desesperados zarpazos y, ¡zaz!, cruzó la calle como el clásico cohete, con el monstruo detrás.

Ambos me pasaron a menos de medio metro. El chofer de la moto debió aplicar el freno bruscamente, arriesgándose a caer al pavimento, mientras la dueña de «¡Terry, Terry!» se adentró en el solar hacia el que habían corrido los eternos enemigos, con la esperanza de aguantar al «cachorrito».

Ignoro en qué finalizó aquella persecución matutina. Si el gato perdió de un tirón sus siete vidas, o si el perro, molesto por no haberle dado alcance, decidió descargar su ira en alguna canilla de vecino. De hecho, yo mismo creí que las mías no tendrían mejor suerte, a tan corta distancia de aquel animal.

Bueno, y en caso de que el bueno de Terry le hubiera clavado el diente al minino y a alguien más, ¿en qué hubiera parado la cosa? Quizá en un zipizape más gordo que el perro: la muchacha hubiera tenido que enfrentar —justamente— la cólera de los residentes del lugar; alguien habría sido suturado y vacunado contra la rabia; a algún que otro hipertenso lo habrían empaquetado en el mismo carro rumbo al policlínico, mientras la dueña del gato se habría armado de una escoba para echar su batalla particular «en defensa del medio ambiente».

Toda esta tragedia griega —que solo figura en mi imaginación, pero que se alimenta de escenas reales— es fácilmente evitable. La solución tiene dos nombres: cadena y bozal.

¿Que el perro tiene que salir a la calle a satisfacer sus apuros líquidos y sólidos? Perfecto, no hay problema: colóquensele esos aditamentos, y «¡a pasear!» —aunque puede ser más exacto decir: «A orinarle la puerta al vecino»—.

Sin embargo, no es esa la norma habitual. Paradójicamente, los canes que llevan al menos la cadena sujetada por sus dueños, son los más inofensivos. Así, mientras la tímida «salchicha» Motica va con sus arreos, el temible Matasiete —que puede ser Stafford, Doberman o pastor— desanda la barriada, literalmente, «suelto y sin vacunar».

Algún tiempo atrás, JR publicó una serie de artículos referidos a este «laissez faire» (dejar hacer) con que se maneja el tema de los perros grandes, muchos de ellos entrenados para trocear a otros de su especie en crueles peleas que laceran, más que el físico de los animales, el alma de quienes los entrenan para asesinar. En definitiva, nada bueno puede esperarse de alguien que disfruta viendo cómo una criatura viva se desangra a dentelladas. El grado de miseria que acumula el espíritu de la tal persona es lo que la hace realmente temible...

Aquel grupo de trabajos salió, motivó la polémica, la solidaridad de lectores y defensores de los animales. Pero se me escapa, sinceramente, si derivó en acciones concretas contra aquel circo inhumano. Lo que sí sé, y he podido comprobar, es que buena parte de los perros más potencialmente peligrosos siguen sueltos, mientras sus dueños caminan detrás de ellos o, en el peor de los casos, están en chancletas en casa, al tiempo que aquellos implantan la «ley marcial» para gatos, perros más pequeños y personas que se atrevan a circular por el área.

Pareciera incluso que ciertos individuos, así como están convencidos de que poseer un auto o un buen nivel de entrada de CUCs significa automáticamente respetabilidad social, ven en el perro —mientras más enorme y fiero, mejor— un medio para «hacerse sentir» y demostrar la valía que les falta en los sesos: «Tengo a Campeón como un rey, porque “el que puede, puede...”». Claro, y al que no le guste verlo pavoneándose suelto, que se... fastidie.

Sí, ya sé que una vacuna puede resolverle al transeúnte cualquier problema, y que «becar» al mordedor unas semanas en Zoonosis puede eliminar las dudas. Sin embargo, ¿es preciso llegar a ese límite, cuando la lógica indica que unos arreos bastan para garantizar que los perros paseen, los gatos dormiten tranquilos y las pantorrillas se conserven saludables?

¿Quién hará que se cumpla de una vez esta elemental obligación de «ponerle el cascabel»... al perro?

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