Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Adiós, good bye, adieu

Autor:

Juventud Rebelde
Por fin te percataste, Iván. Los saltos ya no se te daban, y cada vez los ocho metros —esa marca que tú domesticaste— se te alejaban más. Parecían haberse estirado, y estar a diez, a doce, a quince metros...

Tal vez porque confiabas demasiado en tus fuerzas, demoraste demasiado la partida. Podías —debías— retirarte hace tres años, antes de que los otros se supieran capaces de vencerte. Pero tú no lo hiciste, y por ese camino enseñaste a matar al enemigo.

El asunto, compadre, es que los grandes, creo, han de velar por despedirse en grande, cuando aún están cerca del sol y las estrellas. Tú tocaste los astros, Iván. Te pasaste una década tocándolos, y esa costumbre la conoció todo el planeta.

Ahora me acuerdo de Marquetti, aquel Agustín zurdo, que dejó la pelota cuando su bate todavía destrozaba costuras y amedrentaba pitchers. Sin embargo, me acuerdo igualmente de Vinent, el gran Braudilio, que aplazó hasta la saciedad la retirada.

Tu caso se parece al de Vinent. Quiero decir, al de los estelares que retrasan la jubilación atlética, empeñados en que les queda gasolina para comerse una autopista, y otra, y otra...

Cuatro mundiales al aire libre, cinco bajo techo, una olimpiada, un trío de panamericanos... ¿Qué más podíamos pedirte, si nos habías dado todo? Fue tuyo aquel obsequio del saltazo en Sestriere, cuando un imbécil obstaculizó el anemómetro, y tuyo fue, también, el duelo memorable con Taurima en los Juegos de Sydney.

¿Qué más podíamos pedirte, Iván Pedroso, si nos diste el orgullo de saber que un cubano era dueño indiscutible del salto de longitud universal, una especialidad donde tan solo Lewis —el rey Carl— puede tutearte?

¿Qué más, Iván, qué más, si somos nosotros los que estamos endeudados? No podremos reciprocarte tanta gloria, tanto talento, tanto tanto...

Tú eras el ídolo; nosotros, tus espectadores; y nos dabas aquellas espléndidas funciones donde siempre llevabas el rol protagónico. Para nosotros tenías que ser Holmes, nunca Watson. Y eso —un fabuloso Sherlock— fuiste durante años, hasta que el tiempo se encargó de escamotearte el genio.

Entonces, nada más te podíamos pedir, por pura, elemental y simple gratitud. O mejor, te podíamos pedir solo una cosa: este retiro necesario y triste, que nos deja tu figura inmortal en la retina.

Adiós, good bye, adieu... En el recuerdo, te veremos saltando más allá de nueve metros.

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