Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Tecnologizados

Autor:

Julio Martínez Molina
Escuché una conversación entre dos estudiantes universitarios, en una de las becas: «Anoche el informático me descargó la tercera temporada de Perdidos, no me caben los 25 capítulos en dos discos, pero en tu equipo se pueden compactar», le dijo uno al otro, quien respondió: «No hay problema, ese hierro puede con todo, no hay nada que no pueda leer, hasta tres videojuegos cifrados..., por cierto, tengo varios nuevos en la memoria flash, el disco duro de la máquina está muy cargado, aunque ya está al llegarme otro externo».

El diálogo tiene una doble lectura. Primero, reconforta saber cómo, de manera progresiva, la tecnología va aumentando su presencia en el escenario cubano. Y tecnología entraña desarrollo, elevación del conocimiento, humanización del trabajo. Ya cualquier niño te habla, y bien, de elementos de computación, lo cual décadas atrás era algo quimérico.

Nadie que respete la dialéctica se opondría jamás a eso; y mucho menos a que nuestros jóvenes logren, si no estar del todo al día en materia tecnológica (por las imposiciones del bloqueo y nuestras características de país pobre y tercermundista), al menos no quedarse anclados en un «dinosáurico» mundo perdido.

Resulta común ver a centenares de personas con sus memorias flash colgadas del cuello, su mp3 en los oídos, el disco externo para aquí y para allá... Aunque no las piezas básicas y a elevados precios, nuestras tiendas en divisas también expenden ya cierta parte de estos accesorios; en fin, cada vez existe mayor acceso a los mismos.

La otra lectura del intercambio entre los dos universitarios es la siguiente: No siempre estar «alante», a tono con los tiempos y la evolución de la maquinaria, implica una utilización provechosa de ello.

En las manos de muchos se han puesto herramientas de trabajo valiosísimas por los dividendos que pueden extraérseles; y costosísimas por su valor en un mercado internacional sometido al entorpecimiento de la incidencia yanqui, que encarece tales productos para nosotros.

Sin embargo, a veces se desaprovechan miserablemente las posibilidades de estos mecanismos —pongamos por caso internet—, en un sinnúmero de actividades colaterales a los planes de estudio o laborales, para favorecer su empleo únicamente como elemento de distracción o placer.

Cuando se saca la cuenta del tiempo invertido en la red entre correos de índole personal, juegos, chateo, descarga de música, películas, seriales y cosas parecidas, y el empleado en la búsqueda real de información, en investigación de determinada materia, la cuenta falla y prevalece lo primero. Eso pasa lo mismo en centros laborales que estudiantiles. Es usual llegar a cualquier entidad en plena jornada laboral, y ver a un trabajador buscando el último jueguito de cartas aparecido en la red.

La solución no está en tirar el sofá por la ventana y retirar internet de tales sitios, como sugiriera recientemente un camarada de mente drástica en cierta reunión. Sería una medida retrógrada, sin fundamento.

De lo que se trata es de que, con el concurso de las direcciones de los centros, con un nivel de orientación cada vez mayor, con cada vez más elevados niveles de instrucción y cultura, se ayude a convencer a esas personas que mal entienden su función.

Nada hay de malo en ver una película o un serial, ni escuchar un buen tema musical en la máquina. Solo que cuando eso se prioriza por sobre otros objetivos primordiales, la esencia de una decisión adoptada con las mejores intenciones del mundo, tiende a desvirtuarse.

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