Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Miméticos

Autor:

Julio Martínez Molina
«Nuestra civilización —reflexionaba en un libro de memorias el fotógrafo Philippe Hallsman, famoso en la historia de este arte por sus tomas de personas saltando—, nos enseña cómo disimular nuestros pensamientos. Todo el mundo lleva una armadura. Nos escondemos tras máscaras».

Estaba hablando de la cerrazón del sujeto ante el mundo exterior y sus semejantes, como escudo de una individualidad reacia a abrirse y buscar espacios o formas de expresión colectivas que lastren un concepto de vida asumido, típico de sociedades occidentales.

Algo de la variante cubana de la especie de lo que siempre me he sentido orgulloso, como parte integrante de esta que soy, es la manera como echa a un lado este tipo de concepciones, para permitir que el ser humano se muestre en su dimensión social, sin atavismos ni mantos yoístas.

Naturalidad, sencillez, afabilidad en la comunicación, diálogos sin dobles intenciones y otras nobles características ilustran al cubano.

Mas, si bien debemos enorgullecernos de actitudes así, las cuales afortunadamente definen al común de los coterráneos, todo lo contrario pensaríamos de quienes extralimitan tamañas virtudes, al punto de corromperlas o degradarlas.

Ahí entran varios tipos de personajes, aunque destaca por su negatividad el mimético, o adulador de ocasión.

Dicho hombre (o mujer), muy bien hubiera podido ser tomado de conejillo de Indias por el filólogo, crítico y romanista alemán Eric Auerbach para su célebre Mímesis, el estudio sobre el concepto de imitación de la realidad en la literatura occidental que todo universitario cubano del área de Humanidades repasa.

Es el tipo que quiere o pretende ser tan sociable que renuncia a su personalidad y se desdobla en la del intercomunicador.

Mascarones de proa de una embarcación presumiblemente amistosa, son proclives, sin embargo, a causa de sus propensiones anímicas, a la exageración y a lanzarse al agua para abordar otra nave de adulonería y servilismo. Se pasan de la rosca y envician hasta la cortesía.

Adoptan su metamorfosis gestual, lexical y sonora más meliflua cuando conversan con alguien del exterior. Si la persona es iberoamericana, el imitador asimilará sin problemas el acento del país en cuestión e indistintamente será argentino, mexicano o andaluz.

El imitado, a todas luces, o bien se reirá de la graciosa impostura, o bien se sentirá halagado por considerarse tan superior que necesita ser copiado.

No es necesario estudiar Psicología para apreciar que estos seres carecen no ya de una personalidad definida, sino incluso de una mínima base de amor propio y respeto para consigo, por lo cual desempeñan momentáneamente roles imaginarios para su satisfacción emocional.

No obstante, algunos lo hacen por otros intereses: por congraciarse con el intercomunicador con un fin determinado, por creerse «más alante», chics o vaya usted a saber.

La ridícula transmutación, a veces operada en un plano de intimidad, en otras adquiere verdadera expansión colectiva, al ser reproducida en un medio masivo de comunicación.

Si malo es no llegar, peor resulta pasarse en los excesos de confianza. Voltaire solía decir: «Quien revela el secreto de otro pasa por traidor; quien revela los suyos, ese, hijo mío, pasa por imbécil».

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