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¿Una jaba de yarey?

Autor:

Juventud Rebelde
De momento, me imagino entrando a cualquier tienda recaudadora de divisas con una rudimentaria jaba de yarey —o hasta con un saco de yute— a cuestas.

No lo digo por gastar una broma, sino por subrayar algo sumamente serio: ese dichoso «no hay jabitas» que sigue hiriendo con crudeza el servicio de muchos de los expendios inaugurados ayer con refulgencias y crecidos hoy con numerosas tachas.

He pensado, entonces, que ante esa carencia, la alternativa pudiera ser engancharse en el brazo un morral campesino para comprar los productos, aunque esto choque con la política de «prohibida la entrada de bolsos», aplicada en tales establecimientos.

Quizá en la jaba de yarey —tan anchurosa para las compras exiguas de tantos cubanos— uno pueda llevarse parte de la apatía de varios dependientes, que ante la interrogante de «¿y por qué no hay?», se encogen de hombros y replican secamente: «porque no, mi´jito» o «y yo que sé».

En la gran jaba tal vez quepan las quejas de múltiples clientes, quienes no comprenden —no pueden comprenderlo— por qué en varias «shoppings» se eliminaron los probadores, las sonrisas... las señalizaciones de ciertos precios.

En ese bolso mágico a lo mejor puede caber, también, la solución de la vieja ironía: mientras en la poderosa tienda encristalada no existen bolsitas de ningún tamaño, a veces en la esquina contigua de la calle le sobran —pequeñas y gigantes— al «infeliz» vendedor subterráneo.

No es un tema nuevo. Hace dos años, en septiembre de 2005, JR deslizó en esta propia página «El tiempo de las jabas perdidas», un intento de demostrar que más allá de esa insuficiencia latían problemas mayores, que sobrepasaban la aparente nimiedad relacionada con la ausencia de un estuche en una tienda.

Aquel trabajo periodístico remachaba que mientras en algunas instituciones faltaban piezas, accesorios, papeles, soluciones... en las arcas particulares existían esas mismas cosas, en ocasiones con variantes de modelos.

No es preciso ser un adivino —decía en otras palabras el comentario de marras— para saber que, como regla, esos productos del mercado clandestino salieron de los propios baúles estatales. Pero ese tema específico bien pudiera abordarse en un libro de dos tomos.

Yendo de nuevo a mi «propuesta de yarey», valdrían las preguntas: ¿Qué mentalidad dominará a los gestores de los bolsos, capaces de atentar, con su incompetencia, contra las ventas de su empresa? ¿Será que el síndrome del «como quiera» y del expendio «al trozo», tan extendido en otras vertientes comerciales, llegó para quedarse en algunas tiendas recaudadoras de divisas?

Quiero ser optimista y creer, al menos en la última incógnita, que ese problema de los bolsos volando es un pasaje transitorio.

Aunque... ocasionalmente me asaltan dudas. Voy, por ejemplo, a la tienda insignia de Bayamo, mi ciudad, y veo en el libro del cliente un mar de lamentaciones porque desde los tiempos del Jurásico —y valga la hipérbole— no hay bolsos; y todo el mundo va con sus paquetes a la casa «a mano limpia», como la jugada del béisbol.

Y llego a la convicción, así, de que inevitablemente será necesaria una colosal jaba de yarey (o de yute) para llevarse del defectuoso centro comercial no solo la simple maquinilla de afeitar...

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