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¡Cuatro gatos!

Autor:

Juventud Rebelde

Millones lo vimos por televisión: en el estadio insignia de Cuba el equipo visitante fue bombardeado con objetos de «todos los colores» y con ofensas que no se han de publicar. Y no pasó nada, a pesar de las advertencias previas por altoparlantes.

No pretendo ahora, al evocar tan amargo episodio, hacerle cosquillas a un fantasma dormido. Creo, simplemente, que sería necio enfriar la verdad al paso de los días o hacernos, con ingenuidad, los suecos, tan ajenos a la pelota y a otras pasiones.

Porque la verdad es como roca, pero redime: sucesos como los del Latinoamericano, antes asombrosos, se han tornado demasiado periódicos en varios escenarios del béisbol y otros deportes. Hasta ahora, sin embargo, no ha aparecido receta que los apague de una vez.

Es la octava ocasión, en los últimos cinco años, en que la denuncia llega a estas columnas rebeldes. Incluso, en una oportunidad la tinta sobre el asunto llovió en las dos páginas centrales de JR, con una cronología de hechos graves incluida; aunque todo, como la canción, aparentó seguir igual.

Y si al principio el comentario periodístico se enfilaba hacia unos pocos malcriados, ahora engloba a miles y miles que, de oriente a occidente, se han contagiado con la doctrina del mazazo y del bramido, esa que nos desembarca en épocas de piedra y taparrabos.

Ya no son, como decíamos antaño, cuatro simples gatos que se dedican a la agresión verbal o física. Haríamos el papel de tontos si lo creyéramos.

¿Acaso provienen de cuatro gatos las voces estentóreas que, haciendo temblar gradas, gritan a despecho agravios imposibles de volcar en estas líneas? ¿Acaso fueron cuatro gatos los que, en el Guillermón Moncada, en los pasados play off, hicieron un coro gigante para ofender con palabras soeces a una periodista de la televisión? ¿Son cuatro los que hace poco lanzaron «cuerpos extraños» a la grama del Coloso del Cerro?

Estas incógnitas pueden conducirnos a calcar la idea publicada aquí hace diez meses: en Cuba en ocasiones «el fanatismo supera la mesura, la blasfemia descabeza a la ovación de aliento, la cultura de la chusma decapita el respeto a un deporte y sus protagonistas».

Si los groseros e incivilizados son minoría lucen con imperio letal sobre la mayoría, que los ampara y los celebra. Si son cuatro poseen tantas patas como los cien pies para lanzar objetos y muchas más cabezas que los dragones mitológicos para arrojar fuego por sus lenguas.

Mas, al margen de números, deberíamos inquietarnos por otras preguntas, mucho más crudas: ¿Qué sucederá —no lo quiera el destino— el día en que, por culpa de algunos calenturientos fanáticos, presenciemos mediante las cámaras un acontecimiento fatal? ¿Cómo terminar de disipar esa fiebre de la incultura que asoma a ratos en ciertas congregaciones?

La segunda interrogante es, sin duda, clave. Y obliga a una reflexión punzante: a pesar de lecciones televisivas y en las aulas, de hermosos empeños en edificar una cultura consistente... la solución, por ahora, no parece radicar en apelaciones a la educación y al civismo exclusivamente, aunque nunca sobrarían y constituyan «el camino final».

Por el momento, mientras las peñas y las autoridades deportivas comienzan a hacer la guerra a muerte contra las indisciplinas, mientras los mensajes persuasivos de cronistas empiezan a llegar al público, se necesitan aplicar con verdadero rigor los mecanismos de coerción de las fuerzas públicas.

Los «cuatro gatos» que maúllan y arañan en las gradas no se vencerán por obra de la casualidad ni de la espontaneidad. Tendremos que suspenderle el juego definitivamente y aplicarle, con inteligencia, un contundente forfeit.

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