Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Yo me muero como viví

Autor:

Enrique Ubieta Gómez
«Todos los hombres y las mujeres tienen un precio», es probablemente el lema de bienvenida que algunos pondrían en la sala de equipajes del aeropuerto de Miami. Es una consigna triste pero útil, pragmática, moderna, diría en su enrevesado y seudoacadémico estilo un coterráneo de allende los mares. Para creer que todos tienen precio, hay que empezar por tenerlo uno mismo. Para que puedan dormir tranquilos los que han vendido el alma, hay que inventar el cuento de que todos la venderían de hallar una buena oferta.

Desde los primeros 90, después del derrumbe del socialismo europeo, cada noche de nuestras vidas se asoma una criatura bicéfala (ángel y diablo) a nuestro cuarto, para susurrar promesas de bienestar personal o amenazas que se cumplirían inexorablemente al amanecer. Los adjetivos varían según sean optimistas o pesimistas sus cálculos: una misma persona puede ser considerada genial o mediocre, rebelde o servil. O las dos cosas a la vez. En una esquina habrá un angelito «comprensivo» que clamará porque seamos perdonados: él es bueno, démosle otra oportunidad; en la otra, el diablo en persona tramitará en los tribunales del Infierno una condena aterradora. Pero lo hará con cierta lentitud burocrática, para que el acusado pueda «rectificar».

Quieren comprar a nuestros científicos, a nuestros deportistas, a los profesionales que formó la Revolución. Si le ofreces mucho dinero a una persona y esta deserta, ¿es un refugiado político? Un desertor reciente insistía sin éxito: «Mi objetivo no es político. Lo mío es jugar fútbol». Jugar, claro, donde pagan más. A lo que un bloguero indignado respondía: «¡Pero no se conceden asilos futbolísticos!». Frente a un jugoso contrato, qué deportista de este mundo mercantilizado, de qué país, no cambiaría su bandera y su camiseta. Ningún periodista serio diría que eso es noticia. Recuerdo los cheques en blanco que recibieron Teófilo Stevenson, tres veces campeón olímpico y cuatro del mundo amateur en boxeo y Omar Linares, uno de los mejores peloteros aficionados de la historia, y la gallarda respuesta que recibieron sus frustrados compradores; pero no recuerdo que la prensa mundial reflejase el inusitado gesto como noticia. Stevenson y Linares —como otros cientos de deportistas de alto rendimiento que permanecen en Cuba—, sí tomaron decisiones políticas.

Saben que existen profesionales altamente calificados en Cuba. ¿Que ganarían más dinero en el Primer Mundo? Por supuesto, no por casualidad una gran parte de los científicos «norteamericanos» es originaria de países tercermundistas. Un joven desertor, ex profesor de filosofía, tienta a sus compatriotas: «la ideología de izquierda es la única rentable en Cuba; la que da relaciones, viajes, la que consigue donaciones, pero esas prebendas solo son migajas con lo que pueden conseguir en un futuro inmediato deportistas, médicos, ingenieros y militares». El autor sabe lo que dice: como «ideólogo de la izquierda» consiguió sus relaciones, sus viajes, y se quedó en aquel país. Prefiere creer que todos sus ex colegas harían lo mismo. Delira con un futuro capitalista inmediato para Cuba, y desde luego, calcula que sus profesionales estarían dispuestos a vender sus principios de justicia y equidad, si pudieran enriquecerse. Sus palabras pueden traducirse así: ustedes, que ya son lo que son, aprovechen y suban al tren del enriquecimiento personal; que las futuras generaciones de cubanos ya no tengan las mismas posibilidades de estudiar, es algo que no les concierne.

Pero las carnadas de oro en el anzuelo no son suficientes. Nunca antes los nacionales de un país pobre y bloqueado habían recibido tantas facilidades para emigrar al Primer Mundo y para establecerse en él. Y aún así ¿por qué hay millones de cubanos que no desertan?

La Revolución Cubana se sostiene por voluntad de los cubanos. Todas las campañas mediáticas se estrellan contra un muro invisible. No me incomodan los desertores, los que trazan su camino sobre agendas individualistas. Siento la satisfacción de vivir en un país muy raro, donde la inmensa mayoría de sus ciudadanos soporta las limitaciones económicas (y la propaganda imperial) sin fanatismos, consciente de las imperfecciones del sistema que construye, empeñado en mejorar una sociedad que pese a todo es la más justa posible. Silvio Rodríguez, como tantas veces, respondía por nosotros en los primeros 90: «Dicen que me arrastrarán por sobre rocas/ cuando la Revolución se venga abajo,/ que machacarán mis manos y mi boca/ que me arrancarán los ojos y el badajo/ (...) Yo no sé lo que es el destino,/ caminando fui lo que fui./ Allá Dios que será divino./ Yo me muero como viví». (Fragmentos. Tomado de Rebelión)

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